Sofía Casanova, canario de salón y de guerra

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

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27 feb 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

En el Octubre de Eisenstein falta una escena que hubiese sido fantástica: la de las dos señoras coruñesas, una de Culleredo y la otra de Cecebre, que van a entrevistar a Trotsky en el Instituto Smolny poco después de la toma del Palacio de Invierno. En concreto, la entrevistadora era Sofía Casanova y la que la acompañaba era su fiel criada Pepa, que les iba hablando en gallego a los bolcheviques. Casanova fue una de las primeras reporteras de guerra y su turbulenta vida, de la que el episodio de Trotsky es uno de tantos, constituye la materia de una película que se preestrenó el viernes en A Coruña (Sofía Casanova, a obreira do pensamento). Me alegro; este es uno de esos personajes a los que hay que estar siempre reivindicando porque el olvido es tozudo con ella, no se entiende muy bien por qué.

Quizá porque la vida de Sofía Casanova es tan novelesca que no parece de verdad. Hija natural de un padre bohemio que se fugó a América, tuvo una infancia de pazo pobre en A Coruña. Luego, en Madrid, su madre la mantenía a base de dar clases de inglés, que hablaba con acento de Nueva Orleans, donde había nacido. Pero en seguida Sofía se convirtió en lo que ella misma llamaba «un canario de salón», la joven promesa de la poesía española a la que los señores barbudos invitaban a sus cenáculos literarios. La apadrinaba Campoamor, y el propio rey Alfonso XIII le pagó su primer libro de poemas. Eran versos tristes que, sin saberlo ella, también eran proféticos, porque en aquellos ambientes conoció a Wincenty Lutoslawski, un intelectual polaco brillante, pero medio loco, que estaba escribiendo un libro sobre el pesimismo español, lo que era ya una mala señal. Sin embargo, se casó con él («pobre, pobre…» dicen que le dijo la reina María Cristina cuando se lo contó) y se fue a vivir a su casa solariega en la escueta llanura polaca, una mansión de cincuenta habitaciones y más de trescientos criados en la que Lutoslawski la hizo infeliz para siempre porque ella no le pudo dar un hijo varón, como en los novelones del XIX.

No se sabe si Sofía atraía a la mala suerte o a la historia. La pilló la Primera Guerra Mundial, que ella vivió en el frente como enfermera voluntaria. Siguió al Ejército ruso en su retirada a Petrogrado, y allí la pilló la Revolución rusa, que estalló a pocas manzanas de su casa. Para entonces ya mandaba a la prensa española sus crónicas llenas de descripciones brillantes de los grandes dramas históricos que iba atravesando.

Trotsky se dirigió a ella aquel día en francés. No sabía que hablaba perfectamente ruso y otros cinco idiomas más, aparte del gallego y el castellano, porque siguiendo al cenizo de Lutoslawski en sus empleos de profesor, había vivido en Londres, en París, en Roma… En 1925, su nombre incluso sonó como candidata española al Premio Nobel, pero aquel año se lo dieron a George Bernard Shaw (al que ella había tratado en Londres). Y luego le volvió a pillar la guerra mundial, esta vez la segunda, otra vez en Polonia, donde fue testigo de la invasión nazi, de la sublevación de Varsovia y de la ocupación soviética. Hubiera podido salir de allí con su pasaporte español, pero renunció a él y adoptó la nacionalidad polaca para seguir viendo a sus hijas; y así desapareció detrás del telón de acero. Poco antes de morir, en Poznan, nonagenaria y ciega, dictaba cartas a su nieta en las que decía que creía que en España se habían olvidado de ella, y era casi verdad. En otra dice: «A solas repito: airiños, airiños…».