La capa de san Martín

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

Ed

14 nov 2021 . Actualizado a las 10:17 h.

No creo que sus organizadores lo hayan pensado así, pero me parece oportuno que la conferencia sobre el clima que se ha estado celebrando estos días en Glasgow haya venido a coincidir con lo que por aquí se conoce como el veranillo de san Martín. Porque el calentamiento global, en el fondo, no es sino una especie de veranillo de san Martín indeseado, un calor que no corresponde. El origen del nombre está, como se sabe, en el famoso milagro de San Martín de Tours. Este era un militar romano con conciencia social que una gélida mañana de noviembre se encontró en el camino de Amiens con un mendigo que se moría de frío. Apiadándose de él, cortó su capa en dos y le dio una parte para que se cobijase. Tengo grabada la estampa de esta escena tal y como aparecía en uno de los libros de vidas de santos que tenía mi tía Marina en nuestra casa de Meira, en la estantería que beatos y mártires compartían con las libretas de taquigrafía de cuando mi madre estudió Comercio. Tengo que decir que a mí me daba la impresión, por el dibujo, de que el santo le daba la mitad más pequeña al pordiosero, pero quizás fueran imaginaciones mías. En todo caso, aquella capa era milagrosa, de modo que bajo ella siempre era verano. Propiciaba un microclima, diríamos ahora, que yo conjeturo que sería aproximadamente la temperatura de Canarias (y que incluso habría una hora menos debajo de ella).

Yo celebro mucho la fiesta de san Martín porque tengo uno en casa. También porque me gustan las castañas que llegan por estas fechas, aunque casi me gusta más cómo huelen que cómo saben, y cómo el cucurucho calienta las manos, calderilla de lo que sería la capa de san Martín. Me sobrecoge, en fin, el 11 de noviembre porque me recuerda los días de matanza en la casa de mi abuelo en Piñeiro, el olor del ajo y la zorza fresca que desmenuzábamos en la cocina con los caseros, felices por la llegada del tiempo de las despensas llenas, mientras afuera en la aira corría roja como el pimentón la sangre, recordatorio de que la vida está tejida de forma que los hilos del dolor se cruzan con los del placer y se hace imposible que los seres vivos no se hagan daño entre sí para sobrevivir. Como el propio mes de noviembre, que es hermoso y cruel: los árboles se doran definitivamente y los bajos abandonados de las sucursales bancarias que han cerrado se llenan de mendigos como aquel que se encontró el militar romano de la leyenda áurea. Los vi anoche volviendo a casa, y por eso me he preguntado si el veranillo de san Martín será, efectivamente, la forma científica del viejo milagro aquel que veía yo en el libro de santos de mi tía Marina.

Tengo que preguntarle a mi amigo el filósofo Miguel Marinas, que es un experto en el santoral y también profesa por san Martín una devoción agnóstica, porque Cunqueiro, que escribió a menudo sobre la cuestión de la capa, citaba a Ernest Hello para aseverar que la tal capa sigue existiendo, y que remendada mil veces se va pasando desde entonces de mendigo a mendigo como un secreto. El poeta simbolista Germain Nouveau, que fue amigo de Rimbaud y Verlaine, aseguraba que a él se la habían ofrecido en una ocasión, pero que la había rechazado por humildad. Y el propio Cunqueiro concluía diciendo que «quien tenga todavía los ojos abiertos para los milagros, se preguntará si ese mendigo, que sube lentamente por el viejo camino real que serpentea entre las verdes colinas, no llevará sobre sus hombros la media capa de Martín de Tours, tan noblemente heredada como una corona real». Me fijaré.