¿Patada al policía o patada al Derecho?

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

Alberto Rodríguez, exdiputado de Unidas Podemos, en una imagen de archivo.
Alberto Rodríguez, exdiputado de Unidas Podemos, en una imagen de archivo. Zipi | Efe

26 oct 2021 . Actualizado a las 08:43 h.

Vaya por delante que el papel del Supremo en el caso del diputado Alberto Rodríguez me parece aberrante. Yo no sé si el tribunal ha querido infligir un castigo político. Lo que sostengo es que, objetivamente, ha hecho un flaco favor a la Justicia y al estado de derecho.

 Todo este embrollado proceso, desde la condena por patear a un policía hasta la pérdida del acta de diputado, está sembrado de dudas. Lo demuestra la enorme cantidad de argumentos utilizados, en pro y en contra, por los más eminentes juristas del país. Un enjambre de dudas que el Supremo ha resuelto sistemáticamente, una por una, en contra del diputado. Violando así una de las máximas que preside el derecho penal: in dubio pro reo. En caso de duda, a favor del acusado.

La única prueba contra Alberto Rodríguez era el testimonio del policía agredido. Palabra contra palabra. Pero el Supremo no duda: condena. Existen serias dudas para determinar cuál es la pena principal impuesta -45 días de cárcel o multa de 540 euros-, porque el Código Penal elimina toda pena privativa de libertad inferior a tres meses, sustituyéndola por multa o trabajos comunitarios. El Supremo opta por la interpretación más gravosa para el reo, la que lleva aparejada la accesoria de inhabilitación para el derecho de sufragio pasivo. A continuación se plantean dudas sobre la retroactividad. La Constitución, en su artículo 9.3, garantiza «la irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales». Frente a ese precepto, el Supremo esgrime la «inelegibilidad sobrevenida»: Rodríguez era ya inelegible, aunque nadie lo sabía, cuando se presentó a las últimas elecciones. Doctrina «rocambolesca e injusta», a juicio del ex magistrado Martín Pallín, pero yo no quiero llegar a tanto: diré simplemente que suscita dudas, salvo para el Supremo: el diputado debe abandonar su escaño.

(Un paréntesis para introducir una apelación al sentido común: ¿algún profano puede entender que el castigo principal, 540 euros de multa, sea apenas una caricia en contraste con el implacable castigo accesorio?)

Con todo, el germen más nocivo para la salud democrática llegó con el desenlace (provisional) del enredo. El roce chirriante entre dos poderes del Estado. La intromisión del magistrado Manuel Marchena que, en un exceso de celo inédito e impropio, pide explicaciones al Congreso. Y la sumisión de la presidenta de la cámara, Meritxell Batet, que le pregunta a Marchena cómo hacer su trabajo. Marchena, con arrogancia y sin pillarse los dedos -a buen entendedor, pocas palabras-, le recuerda que el Supremo no tiene por función asesorar al poder legislativo, como tampoco los jueces, cuando dudan a la hora de interpretar la ley, le preguntan al legislador qué quiso decir en este o aquel artículo. A Batet, porque le temblaron las piernas o por lo que fuera, pliega velas y decide según lo que intuyó que le sugería Marchena. Las togas ganan otra batalla y la sede de la soberanía popular es desde ahora un poco menos soberana.