Los contenedores

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

ED

24 oct 2021 . Actualizado a las 09:56 h.

Pronto oiremos hablar mucho de un objeto al que poca gente ha prestado atención fuera del mundo del transporte: el contenedor. Y eso que quizás se trate de una de las tecnologías que mayores consecuencias ha tenido en los últimos cien años, solo ligeramente por debajo de Internet o el microchip. Es algo tan simple (una caja de metal para transportar mercancías) que, más que un invento, parece una perogrullada. Pero el invento no está en la caja sino en la idea de hacerlas todas iguales. Por extraño que parezca, esto no se le ocurrió a nadie hasta la década de 1950 y desde entonces ha transformado radicalmente el comercio mundial. No solo ha reducido de manera espectacular los costes del transporte. Sobre todo, ha simplificado un proceso que suponía constantes retrasos y pérdidas (el primer producto que se empezó a enviar en contenedores fue el whisky, que antes iba mermando sorbo a sorbo por el camino, en cada puerto y en cada barco). Quizás, la globalización o la venta por Internet no hubiesen sido posibles sin el contenedor. Desde luego, sin él China no hubiese llegado a ser el gigante comercial que es. El caso es que hay en estos momentos unos 17 millones de estos contenedores navegando por ahí, incluso si cada año se pierden unos 2.000 -en 1992, de uno de ellos, extraviado en el Pacífico, salieron 28.000 patitos de goma que fueron apareciendo en playas de medio mundo, el caso más tierno de contaminación por plástico hasta la fecha-.

Me fascina el modo en que un objeto adquiere el poder de cambiar el mundo. El auge del contenedor, que hizo necesarios barcos más grandes, marcó el declive relativo de los grandes puertos dentro de estuarios y bahías con poco fondo o que disponían de poco terreno para alojar los contenedores. Favoreció, en cambio, a otros puertos en mar abierto, con más espacio o mayor profundidad, como Felixstowe o Seattle. A su vez, los puertos en declive dejaron espacio para la construcción de barrios caros frente al mar y cambiaron los precios de la vivienda en ciudades como Londres o San Francisco. Con sus medidas estandarizadas para todo el mundo, el contenedor ha acabado condicionando el volumen de los envíos, el tamaño y la forma de las mercancías y los camiones que las trasladan después de llegar a puerto, y ha hecho posible la producción just in time en la que se basa la industria actual. Por afectar, hasta ha afectado a la arquitectura, porque una vez descartados (un contenedor tiene una esperanza de vida de unos quince años) muchos acaban como soluciones habitacionales. En Londres he visto un barrio de moda hecho de contenedores; en Bombay forman rascacielos en los que viven los pobres; en Berlín alojan temporalmente a refugiados; en Holanda forman un campus universitario en Wenckehof.

El problema es que ahora, a causa de la pandemia, se ha disparado el coste del transporte y, como el viaje de Occidente a Asia es menos rentable que el de Asia a Occidente, los contenedores vacíos se acumulan en Róterdam o New Jersey. Además de que son más caros, se fabrican menos porque también ha subido el precio del acero inoxidable especial del que están hechos. De modo que, como un tirano, el contenedor está dictaminando lo que es rentable o no transportar, y de ese modo se inmiscuye en nuestros deseos. Está ya decidiendo lo que nos regalaremos las próximas fiestas. Ha determinado, por ejemplo, que los juguetes serán este año más pequeños, más ligeros y preferiblemente flexibles. Es lo que ocurre con los objetos cuando se les ignora: en el momento en que ven la oportunidad de hacerse notar actúan con el resentimiento de los que se sienten despreciados.