Un volcán en el jardín

David Calvo PORTAVOZ DEL INSTITUTO VOLCANOLÓGICO DE CANARIAS (INVOLCAN). NACIDO EN LUGO, AFINCADO EN CANARIAS

OPINIÓN

María Pedreda

29 sep 2021 . Actualizado a las 11:26 h.

Soy vulcanólogo por devoción. Mis padres dicen que crecí dibujando volcanes, sin saber muy bien a que respondía esa obsesión. He trabajado en erupciones y volcanes de decenas de países, pero jamás me había enfrentado a lo que estos días se vive en la isla de La Palma. Siempre se ha preconcebido al volcán como una montaña de fuego en una remota isla del Pacífico, a miles de kilómetros de la civilización, expulsando lava que baja por sus laderas sin mayor afección. En estos últimos días he convivido muy de cerca con la que sin duda es ya una de las peores erupciones volcánicas de lo que llevamos del siglo XXI.

El pasado 11 de septiembre un enjambre sísmico, por definición una gran cantidad de terremotos en una misma zona en un corto espacio de tiempo, nos ponía en alerta de lo que estaba a punto de suceder en La Palma. Su profundidad, a unos 10 kilómetros de la superficie, nos avisaba de que un cuerpo magmático tocaba a las puertas de la isla. A partir de ahí, miles de temblores percutieron nuestras estaciones sísmicas como un taladro que intenta hacerse hueco en una pared, porque eso es lo que hace el magma, percutir, romper, triturar la roca para buscar una salida.

Pocos días después empezamos a detectar la ya conocida deformación, resultado de las imponentes fuerzas que moldean nuestro planeta y habitan bajo nuestros pies. Paulatinamente secciones enteras de la isla se levantaron hasta casi 30 centímetros. Para nosotros el diagnóstico era claro y así lo hicimos saber a las autoridades, Cumbre Vieja estaba a punto de despertar.

El día 19, a las 15.20 hora canaria, la tierra se rompía y de ahí comenzaba a manar una columna de cenizas y jirones de terreno mezclados con la roca incandescente. Comenzaba, 50 años después del Teneguía, una nueva erupción volcánica en La Palma.

Los volcanes no entienden de justicia, ni de empatía, ni de misericordia. El volcán no entiende de tiempo, porque siempre está de su parte. He visto descender las coladas de lava a una velocidad desesperante en su lentitud, y obstinadas en su carrera a ninguna parte devorando casas y fincas. Así durante una semana sin parar, sin tregua.

Y, a pesar de que el volcán se tomó un respiro, la actividad regresó con más fuerza que nunca para completar su viaje al encuentro del océano. Nos queda aún mucho por ver de esta erupción, colosal en sus cifras para tener una semana de vida, capaz de emitir lavas que llenarían una piscina olímpica cada minuto.

De pequeño pensaba que sería maravilloso tener un volcán en el jardín de casa. Bendita inocencia infantil, maldita pesadilla volcánica.