España entre dos poetas

OPINIÓN

ALBERTO MARTI VILLARDEFRANCOS

18 sep 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Cuando Anthony Mann dio el visto bueno al montaje de su película sobre La caída del Imperio Romano (1964), decidió incluir entre los créditos del film -donde figuran Sofia Loren, Stephen Boyd, Christopher Plummer, Alec Guinness, Omar Sharif y Anthony Quayle-, una frase de «un poeta español» (sic), que sumerge al espectador en el grandioso episodio que intenta representar. El poeta, no especificado, es Calderón de la Barca, dramaturgo y ensayista de proyección universal, y la frase de él escogida dice: «El caer no ha de quitar la gloria de haber subido».

Esa es la clave que caracteriza los grandes procesos históricos y a sus protagonistas más relevantes, cuya ruina o superación, casi siempre inexorables, en nada modifican sus efectos y significados. La gloria queda -sugiere Calderón-, y las miserias pasan. Aunque, frente a esta perspectiva grandiosa y optimista del dramaturgo, también llamó mi atención una observación de Stanco B. Vranich, que, en su estudio sobre La evolución de la poesía de las ruinas en la literatura española de los siglos XVI y XVII, puso por escrito la idea con la que muchos españoles estarían dispuestos a prologar los hitos más excelsos de nuestra historia: «Más bien que la grandeza de su pasado, lo que suelen ver los poetas en las ruinas de su historia nacional es la molesta prueba de un presente fracasado».

Dos poetas, o dos sabios excelentes, que resumen con intensa claridad la realidad y los complejos que se integran y confunden en nuestra visión de España, y que, si ahora nos alejamos de los tintes grandiosos con los que trato subrayar nuestro defecto nacional -que es el autodesprecio-, constituyen una magistral y perfecta formulación de la prosaica y vulgar metáfora que divide a los espectadores en dos grupos: los que ven la botella medio llena, o la ven medio vacía.

Recorrer la geografía de España con los ojos abiertos a la belleza, los vestigios, los monumentos, las infraestructuras, las ciudades y los pueblos, debería convencernos, con Calderón, de que no puede ser un país pequeño ni una historia fracasada quien tocó tantas cimas culturales, políticas, literarias y arquitectónicas, o quien elaboró un paisaje humano tan prodigioso. Lo que nuestro pasado testimonia no es el fracaso de hoy, sino el éxito subyacente. Y que si vemos una España vaciada solo es porque fuimos un ejemplo de ocupación territorial tan completa y minuciosa que, testimoniada aún por sus iglesias, castillos y monumentos, evidencia la plenitud y la singularidad de nuestra historia.

Si aún nos atrevemos a discutir si somos o no somos, o si las partes son más esenciales que el todo, es porque nuestra trabajada y hermosa trayectoria nos hace confundir la grandeza con la miseria y lo normal con lo fascinante. Lástima que, empeñados en hacer de las ruinas una prueba pertinaz de nuestro presente fracaso, no tengamos ojos para leer al gran Calderón que Mann utilizó para salvarle la cara al derrumbe de Roma: «El caer no ha de quitar la gloria de haber subido».