Si me hubieran tocado los euromillones me habría comprado a Mbappé, y saldría con él por las mañanas a tomar el aperitivo para que me lo viera todo el mundo. En el parque lo pondría a jugar a fútbol -que para eso le pago- con los otros niños, a ver quién mete más goles. Pero como no, me tengo que resignar a salir solo y ver cómo los niños andan escondiéndose tras los arbustos para que no los pillen los vacunadores, que buscan carne de jeringa desesperadamente porque los viales les van a caducar.
Y como en países menos ricos y más meridionales la tasa de vacunación es irrisoria, no estaría mal que volviésemos la vista hacia allí, y recordemos que para hacer bien el amor hay que venir al sur. Entre tanto, salimos de agosto dejando atrás el estropicio de Afganistán, en el que, no lo olvidemos, un pueblo musulmán se mata a sí mismo a dentelladas.
Es la primera vez en la historia que los marines norteamericanos son las víctimas colaterales, y no la población civil. Una guerra que -por lo menos teóricamente- no busca riquezas ni territorios, sino limitar la libertad de las personas, su comportamiento y su forma de vestir. Obligar a los otros a que hagan lo que dice un libro que tienen que hacer y, en el caso de las mujeres, evitar a los hombres el deseo y el pecado por el camino más eficaz: desapareciendo de su vista.
Empieza el mes de septiembre y el ruido de la política y el fútbol, la cantinela de la vida española que nos tiene idiotizados como harekrisnas. Yo voy a empezar a dar saltitos.