Afganistán: Quid prodest?

Luis Velasco PROFESOR DE HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE LA UNIVERSIDAD DE MÁLAGA, COORDINADOR DEL MÁSTER EN SEGURIDAD INTERNACIONAL DE LA USC Y EL IEEE

OPINIÓN

SASCHA STEINBACH | Efe

28 ago 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Los medios centran su foco en los damnificados por la victoria talibán en Afganistán. Resulta evidente de quiénes se trata, los hemos personalizado en las mujeres afganas: quizá el grupo más perjudicado, aunque no el único. Sin embargo, ¿a quién beneficia la nueva situación? En primer lugar a los talibanes, resulta obvio. Son la principal organización política y militar del Afganistán del 2021, exactamente igual que lo eran el 11 de septiembre del 2001. Veinte años después, el grupo fundamentalista islámico ha retomado el poder en la práctica totalidad del país, ha ocupado su capital -mucho más urbana y muy diferente a la que conocieron-, ha sido recibido con jolgorio por una parte reseñable de la población, como un interlocutor válido por parte de sus antiguos rivales dentro de la política afgana -véase la reunión con Hamid Karzai- y como un actor legítimo por algunas cancillerías importantes de la región.

La Unión Europea es otro damnificado, aunque se suele hablar menos sobre ello. Su complicada situación estratégica, las disfunciones en el seno de la OTAN, el alejamiento británico y su inoperancia la condenan de nuevo a una crisis migratoria contra la que no tiene herramientas ni estrategias.

Antes de la entrada de EE.UU. en el conflicto afgano se había planteado recuperar la figura de Zahir Shah -el rey destronado en 1973- y reinstaurar la monarquía como una forma de acabar con la eterna guerra civil; crear consensos de alto espectro era la meta que planteaba la idea de rescatar estructuras de poder más o menos tradicionales y que habían funcionado en el pasado. La propuesta cobró fuerza de nuevo con la caída del régimen talibán, pero EE.UU. defendió la creación de una república presidencialista ajena al complejo entramado étnico, social, político y religioso del país. Karzai, su primer presidente, inició una serie de tímidas negociaciones con los talibanes e identificó dos problemas muy complejos que dificultaban una paz duradera: el indispensable apoyo de Pakistán a los irredentos y la lógica de acción-reacción frente a la contrainsurgencia estadounidense. Pese a ocupar la presidencia hasta el 2014, no logró imponer su visión frente a sus poderosos benefactores. Mientras tanto, fue uno de los principales responsables de la construcción de un Estado caracterizado por la dependencia de ayudas económicas exteriores, la corrupción generalizada, la inseguridad y el tráfico de drogas. Una responsabilidad compartida con otros líderes afganos e internacionales. La nueva nación comenzó a erguirse sobre cimientos débiles: sin una identidad compartida, fracturada, sin consensos, con unas estructuras estatales ineficaces, un gobierno que causaba más desconfianza que seguridades y con un ejército tan poco eficaz como desmoralizado y dependiente del apoyo exterior. EE.UU. no supo construir una nación en Afganistán.

El Afganistán del 2021 es un problema de seguridad para varios países de su entorno: Rusia, China, Pakistán, Irán, Turkmenistán, Uzbekistán, Tayikistán y, por supuesto, las no tan distantes Turquía e India. Europa merecería un comentario aparte. El Estado derrotado no era viable sin el apoyo exterior, no controlaba el territorio y no poseía el monopolio de la violencia legítima. Los señores de la guerra se enfrentaban a las fuerzas de seguridad con impunidad y, en ocasiones, estas mismas fuerzas preferían responder a los intereses y a las órdenes de los caudillos locales antes que a la cadena de mando que partía desde Kabul. La población no siempre encontraba la respuesta a sus demandas en el Estado y no resultaba extraño que lo hiciera en sus competidores.

El interés de EE.UU. por desentenderse del conflicto no es nuevo, la posibilidad de que abandonara el escenario preocupó al resto de actores regionales desde finales de la década pasada. La presencia estadounidense podía resultar incómoda, a veces incluso humillante, pero para sus rivales también suponía la oportunidad de mantener ocupado y distraer a un competidor. EE.UU. no podía ganar la guerra de Afganistán pero mantenía la situación bajo un control tan precario como aceptable; a la vez, le costaba gran cantidad de recursos que no podía movilizar hacia otros escenarios. Con el abandono de la zona por las fuerzas estadounidenses, la estabilización del territorio se convirtió en la prioridad para el resto de los actores implicados. La victoria talibán, pese a los riesgos que conlleva, se convirtió en un escenario más deseado en Moscú o Pekín que un Estado fallido o en continua guerra civil. Existen dudas sobre que el Afganistán talibán no vaya a responder a estas dos últimas premisas. En el reducto del valle de Panjshir nos hemos encontrado con que las viejas lealtades étnicas resultaron más sólidas que las de las instituciones creadas a partir del 2001.

Mientras tanto, en el mundo resurgen algunas dinámicas que erróneamente se creyeron superadas con el final de la Guerra Fría. El juego de suma cero que parecía animar algunas decisiones estratégicas vuelve a la palestra. En este sentido, creer que todo lo que sea negativo para tu rival se convierte en positivo para tus intereses puede resultar un razonamiento peligroso. Quizá en Pekín, Moscú o Teherán puedan estar disfrutando de las imágenes humillantes de helicópteros evacuando la embajada de los EE.UU., pero esta fue una sensación que también se tuvo en Washington cuando la URSS abandonó el avispero afgano en 1989. En algunos despachos oficiales de la capital estadounidense seguramente hoy se tenga una sensación de alivio; le han pasado un problema incómodo a sus rivales y estos tendrán que ocupar esfuerzos y recursos en él. Casi todos los actores han ganado algo con la nueva situación, o por lo menos creen haberlo hecho. Por supuesto el gran damnificado sigue siendo el pueblo afgano, pero junto a él también hay que situar a una Unión Europea que tendrá que hacer frente a una nueva ola migratoria en el escenario estratégico más complejo para ella desde la caída del imperio soviético.