Contaba hace tiempo un guionista que le parecía casi un milagro que alrededor de un millón de personas viesen cada semana un capítulo de una serie en una cadena en abierto. Que esperar un día en concreto casi a las once de la noche para ver cincuenta minutos de trama con cortes de publicidad de seis minutos (en las privadas), era casi un acto de fe. Pero hay una parte de la audiencia que es fiel, que confía, que aguarda con paciencia a que comience su programa favorito, sabiendo que en ocasiones no terminará antes de la madrugada. Que le hará trasnochar. Y aún así lo hace.
Por eso, lo que ocurrió hace justo una semana, cuando Antena 3 decidió engañar a su audiencia y retrasar una gala de Mask Singer que había anunciado pero que nunca empezó, es especialmente grave. Ofende concretamente a ese público fiel, que pulsa el botón rojo del mando para conectar su televisión, a una hora precisa, sabedor de que tendrá que tragarse unos cuantos anuncios hasta que termine. Hay que recordar que contragramar está prohibido por ley, al menos de momento, porque la nueva reforma audiovisual, prevé eliminar la obligación de que el espectador sepa qué se va a emitir con tres días de antelación. ¿Qué pasará después? Pues será la jungla, el sálvase quién pueda. Y las consecuencias puede ser fatales, porque aunque la televisión en abierto demostró durante la pandemia que tenía algo contra lo que no podían competir las plataformas: el pulso del directo, todo cansa. Y el consumidor terminará mudando y optará por huir de una parrilla en la que no sabe qué se va a encontrar. Los recientes datos de la audiencia en diferido ya nos están dando alguna pista. La 1 fue la líder de audiencia el pasado mes de junio. Series cómo Cuéntame cómo pasó o Estoy vivo, que no destacan especialmente entre los programas más vistos del día, cuentan con una audiencia fiel que las ve a la carta. Al igual que La cocinera de Castamar, lo más visto del mes, sin tener que esperar a que Pablo Motos termine su show.