Temor y temblor

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

ED

31 ene 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Tembló la tierra en Granada y llamé a mi amigo Salvador, que es de allí, para saber cómo le había ido. «Nada grave. Solo se cayó un libro de una estantería». Le pregunté qué libro. La insoportable levedad del ser. Me pareció un libro adecuado para caerse de una estantería. «Esperemos que no haya más terremotos», le dije con la mejor intención. «Gracias, pero está habiendo uno ahora mismo… Es fuerte». Y al teléfono me describió en vivo ese miedo atávico que despierta el temblor de tierra en el ser humano, y que parece que viene de un lugar muy profundo de nuestra mente. Como el propio terremoto, que también viene de un lugar muy profundo, porque es una especie de mal sueño freudiano de la Tierra.

Por esa razón siempre he sido curioso de los seísmos: porque son una experiencia a la vez aterradora y ontológica que en pocos segundos te hace más consciente de tu pequeñez y tu vulnerabilidad que mil páginas de literatura existencialista. En fin, la insoportable levedad del ser.

He oído su rugido pocas veces, pero todas me han dejado una muesca en la memoria. La dejan, de hecho, por todas partes. La península ibérica está rubricada de firmas de viejos terremotos, algunos muy lejanos en el tiempo, pero todavía grabados en la cara avejentada de muchos edificios antiguos, y yo me he entretenido coleccionando estas huellas, como quien lee una carta que le ha dejado la entraña de la Tierra.

En el ábside de la iglesia de Xábea, en Alicante, por ejemplo, se ve la grieta que dejó un seísmo de hace trescientos años; en torno al faro de Trafalgar se amontonan todavía las piedras que arrastró el tsunami provocado por el famoso y terrible terremoto de Lisboa de 1755; en la antigua muralla de Cabra, en Córdoba, hay un lienzo dañado que lleva así desde el terremoto de Málaga de 1680… Otro del siglo anterior aún se aparece como un fantasma en el cerro del Espíritu Santo en Almería, en la forma de las ruinas de lo que fue el desaparecido pueblo de Vera.

El eco de los temblores alicantinos puede verse desde el avión en la planta de Benejúzar, de Guardamar, de Almoradí… hechas con tiralíneas porque fueron destruidas por completo. En Almoradí, concretamente, se plantaron moreras en las calles nuevas, y aunque me contaron que habían desaparecido hacía ya setenta años, sigue habiendo una calle Las Moreras, como si el recuerdo del terremoto se resistiese a desaparecer.

Incluso visitando una vez la excavación de la antigua ciudad romana de Baelo Claudia, en Cádiz, vi que los arqueólogos habían desenterrado un seísmo de hacía casi dos mil años. Había dejado su pisada inconfundible en el pavimento de mortero, e incluso aún señalaba en él por dónde había llegado.

En esta gramática con la que se manifiesta el interior de la Tierra en la superficie apenas se fija nadie más que los geólogos, a pesar de que la Tierra se ha molestado en aprender nuestra lengua: todas esas Caldas en Galicia y Cataluña, esos Baños de en las Castillas, esas Alhamas o Alfamas aragonesas, andaluzas o portuguesas, nos están diciendo que por ahí pasa una herida profunda de la Tierra.

Cuando se produjo el terrible terremoto de Lorca de hace diez años, tracé en mi atlas una línea que unía Baños de Zújar, Fuencaliente de Orce, La Alfahuara y Fuensanta, y me salía una inquietante línea recta que apuntaba a la infortunada ciudad murciana: era el recorrido de la falla que había hecho temblar la Tierra. Estaba escrito, pensé con fatalismo. Porque es verdad que todo está escrito, ya no solo en la literatura, sino en el rostro del paisaje. Duerma la Tierra estos días un plácido sueño, y que sus pesadillas no despierten a Granada.