En junio de 1867 Mark Twain se embarca en el vapor Quaker City, formando parte de una excursión a Tierra Santa en el primer crucero organizado de la historia del turismo moderno. La singladura dura siete meses en los que cruzan el Atlántico y visitan todos los países de la costa mediterránea. El nuestro muy poco, pero también. Es una época de enfermedades infecciosas y unos de los problemas que se encuentran en su viaje es que a veces el barco, por si las moscas, es declarado en cuarentena y se le obliga a fondear alejado de los muelles, prohibiendo desembarcar al pasaje. Esto pasa por ejemplo en El Pireo, el puerto de Atenas. Y desde la cubierta ven el alto de la Acrópolis, que reconocen de sus libros de historia del arte. Mark Twain, hay que decirlo, durante todo el viaje se porta como un energúmeno, y se burla de nuestra historia con esa vena cómica que lo iba a hacer famoso. Pero lo quiere ver todo, y desde luego la Acrópolis también. Por eso, durante la noche, se escapa con tres compañeros de correrías -uno, el médico de a bordo, que menudo ejemplo- en un bote de remos. Ese es el inicio de una aventura en que suben la colina, roban uvas en los viñedos, saltan la tapia cerrada a cal y canto y hacen un visita privada al monumento. Todo eso lo cuenta en su Guía para viajeros inocentes, una obra que yo publiqué hace ya muchos años y que a él le costó la enemistad del resto del pasaje. Hoy algunos rompen la cuarentena para jugar una pachanga con los amigos, pero no es lo mismo.