La vida es aquello que transcurre mientras algún ministro comparece en televisión. Y los grandes giros de guion que descolocan al espectador más retorcido no los brinda el cine, ni el último escritor ascendido a los altares de la novela negra, ni siquiera el penúltimo estreno de serie nórdica de Netflix. Esos volantazos insospechados ahora salen en el BOE. Se cobijan en una frase ministerial. Golpean desde un tuit de un organismo oficial. Y en esas estamos, anestesiados a fuerza de palabras, confinados, pero menos, y desescalando sin sherpa hacia esa tierra prometida, ese valle encantado bautizado como «nueva normalidad». A la humanidad le ha tocado vivir la peor crisis de los últimos años con un ramillete de líderes mundiales que para sí quisiera cualquier florero. Uno te recomienda beber chupitos de desinfectante y jalea a los tipos con armas que se encaran con enfermeras en manifestaciones porque a ellos vas a decirles si tienen que quedarse en casa, llevar mascarilla o lavarse las manos, faltaría más. Otro le dice a los suyos que qué quieren que les haga si se muere la gente, que él es presidente, que no hace milagros. Aquel del norte presume de estrechar las manos de los pacientes con coronavirus antes de acabar en la uci. Y un poco más al sur, pero no tanto como Italia y España, el primer ministro de turno organiza una encuesta entre la población para decidir qué estrategia seguir, porque sus compatriotas son más maduros que los de otros países y porque las elecciones están a la vuelta de la esquina y quiere ser más populista que los populistas con denominación de origen. Una generación de incendiarios a los mandos de un planeta en llamas.