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Xosé Ameixeiras
Xosé Ameixeiras ARA SOLIS

OPINIÓN

J. M. CASAL

11 mar 2020 . Actualizado a las 10:01 h.

En un pequeño pueblo de Radolfzell (Alemania) la vida discurre tranquila. Las flores en verano lucen hermosas en sus parterres y terrazas de trazo milimétrico. Junto a la escuela, de tejado a cuatro aguas y césped perfecto, los niños juegan inocentes. En ese entorno nació Manfred Gnädinger. En las aulas nazis tenía que soportar las mofas de su profesorado y, cada vez que tartamudeaba, las risas se multiplicaban en estruendo. Su sensibilidad recibía puñaladas profundas y su madre era el único refugio seguro. Falleció su progenitora y, como en los cuentos de hadas, la madrastra lo maltrataba. Hasta que huyó en busca de un refugio seguro. Y lo encontró en la Costa da Morte, junto al mar más bravo, en Camelle. Y allí pintó, fotografió, dibujó, filosofó y soñó un mundo para él solo. Como el loco de Alberto Cortez, construía castillos en el aire, pero, cada dos por tres, llegaba alguien que se los derrumbaba. Lo seguía una suerte de maldición, esa persecución constante que sufren los ilusos inadaptados que creen que su arte es el centro del universo mientras los demás están pendientes del viento que sopla cada mañana. Manfred Gnädinger se dejó morir. Creían que habían matado su museo. Quisieron dejar que se desvaneciese, atacado sin piedad por ese mar fiero con el que había convivido de forma amistosa durante cuarenta años. Ese océano que le regalaba la inspiración se había convertido también en su enemigo. Nadie valoraba su obra y gran parte se perdió. Lo que queda luce ahora en el pórtico del Centro de Arte Contemporánea de Santiago. Y parece que las campanas de Compostela tocan a gloria.