Allegro molto para soprano

Carlos López
Carlos López HAY GENTE PA TÓ

OPINIÓN

canicoba

30 sep 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Testimoniando la legendaria tesitura de su voz, durante aquella representación de La Traviata la soprano Ludmila Morlenka emitió una nota tan alta en la escena del brindis que no solo rompió las copas de todo el elenco, sino también los cristales de las gafas de músicos y asistentes, las lámparas de cristal que colgaban del techo y la piedra del anillo de la baronesa D’Aulemont (ahí fue cuando sus vecinas de palco descubrieron que la dama les había mentido afirmando que se trataba de un diamante). Los presentes prorrumpieron en entusiasta aplauso, que mutó en cerrada ovación cuando se quebraron los vidrios de las ventanas permitiendo la entrada de un vivificante, fresco airecico justo el día en que había sufrido una avería el aire acondicionado. Esta cualidad vocal le reportaba, no obstante, ciertos perjuicios, como la ocasión en que las autoridades madrileñas decidieron cancelar su actuación en el Palacio de Cristal del Retiro o la orden de alejamiento que solicitó el actor y productor estadounidense Billy Crystal temiendo por su integridad física, resolviendo la jueza que Ludmila se abstuviese de entonar sus arias y romanzas a menos de dos millas del señor Crystal. Todo ello por no hablar de las continuas advertencias llegadas del oftalmólogo que le gestionaba los asuntos oculares, quien mostraba seria preocupación por los cristalinos de la Morlenka.

Como detalle curioso, reseñar que a Ludmila no siempre se la calificó de soprano. Hubo un breve período en el que fue mezzosoprano (medio soprano), el que siguió a su experiencia con el mago Edvinio Soliatán prestándose a ser serrada por la mitad en uno de sus números estrella. Durante el tiempo que duró la vivisección, de cintura para arriba Ludmila prosiguió dando conciertos e interpretando cimeros papeles operísticos, mientras que la parte de cintura para abajo trabajó como modelo de piernas para una reputada agencia internacional.

Dotada desde joven de un fino oído musical (especialmente el derecho), sus virtudes canoras alcanzaron el culmen con las pasmosas demostraciones como soprano de coloratura, en las que podían oírse los azules, los verdes, los malvas, los amarillos, y así hasta completar la pantonera. Su arte sin parangón le propició una cuantiosa fortuna, aunque recordamos dos momentos de su carrera en los que atravesó dificultades pecuniarias. El primero tuvo lugar cuando cantaba con tal potencia que se la escuchaba perfectamente desde fuera del teatro, con lo que el aficionado no tenía necesidad de adquirir entrada y los empresarios no recaudaban nada. El segundo, aquella vez en que decidió adoptar el aspecto del clásico arquetipo de diva del bel canto, esto es, meterse en arrobas. Llegó a lucir un volumen corpóreo de dimensiones bíblicas, y ocupaba todo el escenario, el patio de butacas y el anfiteatro, dejando al posible espectador sin sitio, con la consiguiente ruina.

Su vida fue pródiga en material para los tabloides amarillos del momento. Fustigaba impía a su marido, un barítono frustrado, al que en una ocasión llegó a espetarle que solo valía para cantar en la ducha. El consorte, raspando del fondo de la lata de su alma los últimos restos de orgullo, trazó un ademán senatorial y exclamó:

-¡Yo he cantado en las mejores duchas de Europa!