«En España enterramos muy bien»

Xosé Luis Barreiro Rivas
Xosé Luis Barreiro Rivas A TORRE VIXÍA

OPINIÓN

EUROPA PRESS | DUARDO PARRA

13 may 2019 . Actualizado a las 07:33 h.

«O no», podría puntualizar Rajoy. Porque, aunque Pérez Rubalcaba, el inmenso y leal político que acabamos de enterrar, pronunció la sencilla frase que da título a este artículo, en un momento tan singular y en un contexto político tan especial, que la convirtieron en una sentencia con apariencia de admirable e irrepetible genialidad, lo que don Alfredo quería decir era que a él lo estaban enterrando muy mal, cuando aún estaba vivo, cuando seguía siendo el mejor, cuando estaba en plenitud de facultades, y cuando no había más razón para deshacerse de él que convertirlo en el chivo expiatorio que redimiese al PSOE de su larga serie de errores colectivos. 

En aquel momento era verdad -y por eso tuvo éxito la frase- que el nutrido aplauso que le tributó el Congreso resultó ser una ceremonia muy lucida y emotiva. Pero ahí estaba la clave de su queja, porque las ceremonias fúnebres españolas vienen a ser un fogonazo que, con independencia de la calidad del muerto, y de que siempre afloran la mala conciencia de un desprecio precedente, tienden a elevar la biografía del muerto al nivel de Carlomagno, para hundirla dos días después en los abismos del olvido.

Los que siempre hemos admirado a Rubalcaba, los que escuchábamos sus discursos con el mismo arrobamiento con que leemos a Shakespeare, y los que nunca entenderemos por qué el pueblo masacra en las urnas a los que luego diviniza en los funerales, llevamos tres días inmersos en la confusa sensación que producen todas las desmesuras. Y no porque Rubalcaba no mereciese las honras que le tributaron, sino porque buena parte del dolor visible sonaba a rito oficialista, a desahogo emocional aventado por enormes fuelles mediáticos, y a un homenaje tardíamente compensatorio con el que se trataba de olvidar que «el mejor y más inteligente político de España» estaba destinado a dar clases de Química Orgánica.

Yo -que jamás pregunto a nadie en qué cree o deja de creer- solo sé leer la muerte en alfabeto cristiano, y, como tal, estoy acostumbrado a que ningún cadáver salga de nuestras ceremonias -camino de otra vida- sin haber sido reconocido y ensalzado, sin haber encontrado en su dueño algún ejemplo de vida, y sin decir las palabras que, por su estricta ritualidad, despiden igual a sabios e ignorantes. Pero para que cualquier rito funerario sea un ejercicio moral, consolador y justo, es necesario que nada en él suene a emoción impostada o a recompensa obligada. Y a mí no me queda ninguna duda de que a Rubalcaba -al que por segunda vez hemos enterrado antes de tiempo y cuando estaba en lo mejor y más feliz de su vida- le hubiese gustado que este sepelio real fuese igual de sentido, sencillo y espontáneo que aquel funeral político y metafórico -¡qué pronto pasa la vida!- que él mismo comentó.

Mi recuerdo de Rubalcaba, que por impresionante será imborrable, es el de aquel diputado hundido y dimitido, íntimamente emocionado en su escaño «contemplando / cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando».