Cuentan de Felipe IV que durante una velada en palacio cometió el atrevimiento -craso error- de polemizar con Francisco de Quevedo acerca del valor de la disculpa.
El rey sostenía que cualquier ofensa quedaba lavada por una buena disculpa; Quevedo sostenía, en cambio, que una disculpa beatona o mal planteada podía resultar aún peor que el agravio cometido.
Un rey que dominaba el planeta como Felipe IV, era difícil de contradecir; solo un genio como Quevedo pudo ser capaz de agarrarle el culo al monarca en el momento justo en que se dio la vuelta para retirarse a sus aposentos y ante la mirada atónita del rey disculpar un: «perdón, Señor, pensé que eran las de la reina».
La disculpa se define como la razón o argumento que se da para justificar un error o una falta o para demostrar que alguien no es culpable o responsable de algo.
El perdón consiste en disculpar a otro por una acción considerada como una ofensa, renunciando a la venganza y a no tener en cuenta la ofensa en el futuro.
Vivimos tiempos de exigencia de disculpas ancestrales, el papa y el rey piden disculpas, América Latina pide disculpas, el feminismo, Cataluña, el islam... todos los perdedores piden disculpas.
Que ganas le entran a uno de atreverse a hacer un Quevedo a todas estas cosas que simplemente no admiten disculpas y mucho menos a quienes no tienen ninguna responsabilidad de ellas ante la historia.
Qué lástima que no haya un Quevedo inteligente, atrevido y capaz de tocarle el culo al rey y a todos ellos en el momento oportuno.
No llegará con lo que nos incumbe en el presente y el futuro como para perder el tiempo revisando legajos acusatorios de errores y derrotas históricas.
Perdón, señores, pero me aburren soberanamente.