Los latidos de la pena

Luis Ferrer i Balsebre
Luis Ferrer i Balsebre TONEL DE DIÓGENES

OPINIÓN

OSCAR CELA

10 feb 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Uno de los dolores de vivir que cada vez son mayor motivo de consulta al médico de familia, al psiquiatra o al psicólogo, es el dolor por la pérdida de un ser querido, considerando que las mascotas también lo son. Todos los seres humanos -desde los esquimales a los terrofueguinos-, al sufrir una pérdida entramos en un proceso que por ser universal se demuestra necesario. ¿Para qué? Para poder superar la presencia de esa ausencia. Es un sufrir psíquico y físico que dura aproximadamente lo que dura -cuando se practicaba- un luto. 

El luto era un mensaje claro a la comunidad de que quien iba enlutado llevaba a cuestas una gran pena. No estaba para fiestas ni para nada que le distrajera su dolor, y solo el alivio de luto abría luz verde para poderle hacer una broma, había un respeto al dolor que ahora se disimula y amortece. La pena se acompaña siempre de tres latidos de acero: un sentimiento de fracaso, de pérdida y de culpa. Los tres son punzantes, pero el más traicionero es la culpa porque, por muy irracional que sea, desata en el sujeto la necesidad de castigo para aliviarla.

El riesgo está en que si esa condena no llega de fuera sea uno mismo quien decida la penitencia, a elegir entre todo tipo de excesos autodestructivos, sexo, drogas, alcohol, broncas... Algo posible en una sociedad del bienestar como la nuestra.

El duelo dura lo dicho y pasa por tres etapas muy definidas: la del ‘no es posible’; la del ‘sí es posible y no podré superarlo’; y la del ‘no me queda más remedio que seguir adelante’. La primera sabe a angustia, ira, culpa, perplejidad y aturdimiento, la segunda es una pena que te deja el alma helada como un páramo alcarreño y la tercera siempre es un volver a empezar o un aquí me planto. La medicina no puede evitar este sufrir, sería como interrumpir la digestión o el aliento, tampoco disponemos de pastillas del olvido, que todo llegará, solo podemos aliviar, bajar unos puntos la angustia y otros tantos la pena y vigilar que no se congele el alma en ninguna de esas etapas a cubrir.

Cuando se estilaba el luto, el velorio, las plañideras y el difunto presente con licor café y niños correteando, el dolor se distraía más, ahora estamos más solos. Durante el duelo no hay consolación posible, solo el acompañamiento basta, hay que aceptar que el afligido tenga los ojos en el cogote y solo mire al pasado, que dude de si pudo o no debió hacer algo más, que niegue que sea posible vivir con esa amputación.

Compañía y tiempo.