Venezuela en el corazón

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

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05 feb 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Hace seis años, a raíz de la muerte de Hugo Chávez, publiqué en estas páginas un artículo con idéntico título. Entonces y hoy solo me motivaba, como un obsesivo cáncer que corroe las fibras del alma, el sentimiento de zozobra e impotencia que inspiró a Pablo Neruda su España en el corazón. Porque Venezuela es para mí, como España para el poeta chileno, «una gran herida y un gran amor». Dolor incrustado en el tuétano, por razones familiares que no vienen al caso, e impotencia que nace de la convicción de que son los venezolanos, y nadie más, los que deben encontrar su camino. Lo que me lleva a rechazar, con la misma contundencia, las dos opciones que barajan la Casa Blanca y el palacio de Miraflores: la intervención militar que no descarta Trump y la vietnamización del conflicto con que amenaza Maduro. Ambas opciones conducen directamente a la catástrofe: solo añadirían un baño de sangre a la miseria y a la falta de libertad.

Venezuela, ese país que acogió a nuestros padres durante la dictadura de Pérez Jiménez o la democracia corrupta de adecos y copeyanos, es hoy un país devastado. Nueve de cada diez venezolanos viven por debajo del umbral de la pobreza. Más de tres millones de venezolanos, según datos de Naciones Unidas, han abandonado su país. La situación política y económica de la nación es nefasta (utilizo adrede el preciso adjetivo utilizado por Pablo Iglesias). Situación insostenible que necesariamente tenía que estallar. Pero nadie podía anticipar cuál sería el detonante ni cómo se produciría la explosión. Nicolás Maduro controlaba -y aun controla- los resortes del poder, mediante amaños electorales, la represión de medios y voces discordantes, la compra de voluntades y una decena de generales que acaparan las rentas del petróleo. Enfrente, una oposición fragmentada y desorganizada, integrada por grupúsculos variopintos de izquierda y derecha.

La situación reventó con la autoproclamación de Juan Guaidó como presidente. Tal vez la operación se diseñó en la trastienda de la Casa Blanca y no precisamente con el noble fin de restablecer la democracia en Venezuela. Tal vez hemos entrado en una confrontación entre dos legitimidades espurias. Pero no perderé un segundo con apelaciones al derecho internacional ni en bizantinas discusiones sobre el amparo constitucional de unos y otros. Ante hechos consumados hay que tomar posición. Y Europa, al menos los países centrales -Alemania y Francia, Reino Unido y España-, hizo lo que debía hacer: reconocer a Guaidó y apostar por una salida democrática a la crisis venezolana. No otorgarle un cheque en blanco al autoproclamado presidente: simplemente encargarle la tarea de que prepare y convoque elecciones.

¿Cuál será el desenlace? No lo sé. Solo deseo, porque llevo a Venezuela en el corazón y el corazón en un puño, no volver a rememorar los estremecedores versos de Neruda: «Venid a ver la sangre por las calles, / Venid a ver / la sangre por las calles, / Venid a ver la sangre / por las calles!».