Atocha 2018

Fernanda Tabarés
Fernanda Tabarés OTRAS LETRAS

OPINIÓN

16 dic 2018 . Actualizado a las 09:49 h.

Las crónicas dan cuenta de la vida que Carlos García Juliá llevaba en São Paulo en una casa miserable, oculto y callado para no ser sorprendido, una existencia a hurtadillas con el temor cierto de que cualquier ruido lo delatase y se descubriera que era él el pistolero de aquel crimen de la calle Atocha. A veces las fechorías se saldan con condenas eternas y definitivas, sin redención posible, aunque el criminal haya eludido a la justicia y no viva en prisión.

La mente perturbada de Juliá y ese fanatismo ideológico que hoy entendemos tan bien lo convirtió hace cuarenta años en el verdugo canalla de cinco jóvenes abogados, una matanza cuyo simbolismo marcó la Transición, precipitó la legalización del Partido Comunista y normalizó a la izquierda española. El funeral de los muertos de Atocha fue de hecho la primera gran manifestación antifascista desde el golpe de Estado de Franco.

La historia, que a veces rima, ha determinado que la detención del asesino haya tenido lugar justo ahora, en este segundo Tránsito hacia todavía no sabemos dónde y con miedos equivalentes a los de aquel 1977 en que se perpetró el crimen. Entonces, como ahora, se trataba de la democracia misma y de evitar una deriva suicida hacia ninguna parte, un temblor que a esta hora vuelve a recorrer Europa.

Una de las abogadas del bufete asaltado por Juliá es hoy alcaldesa de Madrid, lo que desvela las hechuras exactas del atentado, un acto tan sanguinario como inútil y que lejos de favorecer a la ultraderecha la envió a la retaguardia, al menos hasta ahora. El pistolero ha sido cazado y tras una vida fugitiva e irrelevante tendrá que digerir también su estupidez y la evidencia de que a veces los malos pierden. Casi nunca es así.