Bertolucci, cine y poesía

Eduardo Galán Blanco

OPINIÓN

27 nov 2018 . Actualizado a las 07:47 h.

Para los chavales de mi generación -los que éramos jóvenes en los años setenta-, Bertolucci fue pura síntesis de cine y poesía. No en vano, siendo estudiante en la Universidad de Roma, el cineasta publicó el libro de poemas En busca del misterio, donde ya Renoir y Gramsci se daban la mano con Dante. Además, Bertolucci se curtió como ayudante de Pasolini, dejando los estudios para trabajar en el rodaje de Accatone. Desde entonces, todos sus filmes son historias de amor poéticas, hipnóticas, desesperadas, danzas en las que el misterio de la relación amorosa -concebida como una batalla cruenta- es la base. Francis Bacon apadrinó, con sus cuadros de almas y cuerpos en dolorosa descomposición, una de las más bellas, salvajes e inolvidables crónicas de amour fou del cine: El último tango en París. El Tango, con momentos únicos de belleza singular, rodados en aquel útero dorado -iluminado por Vittorio Storaro- de la inexistente calle Julio Verne, enquistaba a Caperucita en el vientre -en las tripas mismas- de King Kong. Y aquel final, con Brando, tiroteado por María Schneider en la terraza -«no sé su nombre, no sé quién era», negaba ella- mostraba al americano perdido sacándose de la boca el chicle -el alma-, pegándolo bajo la baranda del balcón donde va a morir en posición fetal, contra el cielo gris parisino. Esa goma de mascar, cordón umbilical sin fin, la recoge el adolescente Matthew Barry, hijo de la prima donna operística interpretada por Jill Clayburgh en La luna. La angustia del amor -por la desconocida, por la mamá- resumidos en una imagen de muerte.

En Novecento -un Lo que el viento se llevó del socialismo, como le gustaba bromear al director- Stefania Sandrelli y Dominique Sanda son tierra y civilización en el baile de disfraces de la historia, pues Pauline Kael dejó escrito que no existen secuencias de baile más complejas -ritual de amor y muerte, de cárcel y de desorden- que las que filmó Bertolucci. Y a Joseph Losey le gustaba la manera en que el director italiano utilizaba los espejos -la mirada del otro yo- ya que la figura del doble fue vital obsesión del director de El conformista, presente también en El tango, La luna, Novecento, El último emperador, Partner, El cielo protector, Soñadores, Antes de la revolución y tantas otras. La angustia de no ser únicos ante el reflejo traidor, contra el que nos estrellamos buscando al otro.