Gran Vía

Fernanda Tabarés
Fernanda Tabarés OTRAS LETRAS

OPINIÓN

Gustavo Cuevas

25 nov 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Hay un partido bastante de derechas que se atribuye estos días a la España que madruga. En esa parte del arco ideológico se valora mucho el orden en el sentido más castrense de la palabra, de forma que entre ellos los hombres se visten por los pies y al que madruga su Dios le ayuda. Apelan a un reparto de costumbres tirando a rígido en virtud del cual la izquierda tiende a la coleta, la bohemia y el licor café y ellos a la brillantina, el orden y el gin tonic, aunque todo se desdibuje al sonar las doce.  

Pero concedámosle a ese partido muy de derechas y mucho de derechas que en general la gente tiende a ser fiel a sus estereotipos. Y así, algún psicoanalista podría investigar qué tipo de impulso reprimido habita en las personas que pronostican las siete plagas cada vez que un alcalde cabal propone restringir carrocerías para hacerle hueco a las personas. La reacción es sistemática e inevitable. Ejemplos próximos: Santiago o Pontevedra. En cada caso, la civilización se encontró con la España que madruga, tan cañí y decimonónica a la hora de asociar el progreso con los tubos de escape, qué modernos.

La cosa ha vuelto a aflorar en la Gran Vía de Madrid, convertida desde hace años en una mermelada insufrible de cláxones y humos, una pesadilla automovilística que Manuela Carmena ha tratado de amortiguar. Y otra vez esos pronósticos apocalípticos de columnistas y ex presidentas para quienes los coches son privilegios que cada uno estaciona donde le sale del moño sin que nadie tenga derecho a contradecirte porque los liberales somos así. Enseguida, lo verán, los que insultaron presumirán de vía grande, como pasa hoy en Pontevedra y Santiago, en donde los alcaldes Lores y Estévez aún pueden recordar qué difícil se lo puso la España que madruga.