La paradoja de la democracia tóxica

OPINIÓN

17 nov 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Por ser el mejor sistema de los posibles, pocos ciudadanos y expertos aceptan que puede haber una democracia tóxica, que derive finalmente en una crisis generalizada. La historia nos muestra bastantes casos en los que una democracia esperanzadora devino en una catástrofe irreversible. Pero todos tendemos a considerar que los fallos no pueden atribuirse a la democracia misma, sino a una mala gestión de los políticos o a una deficiente regulación de la defensa de la Constitución.

La experiencia nos dice, sin embargo, que hay bastantes casos en los que una democracia puede ser tóxica, y que, a pesar de funcionar correctamente, y disponer de todos los recursos de autodefensa, puede precipitarse al abismo. Y no debe extrañarnos que así suceda, porque, siendo la democracia un régimen de libertades, en el que casi todas las opciones están disponibles, resulta imposible evitar que un electorado indignado, ofuscado o mal informado, busque falsas soluciones en el populismo o el autoritarismo. Aunque el gobierno de Chaves, por ejemplo, era democrático, no pudo evitar que el autoritarismo apareciese en Venezuela antes, incluso, que Maduro. Y a mucha distancia de eso, pero usando resortes comparables, algunas democracias que parecían tan estables como Italia, México o Brasil, coquetean abiertamente con salvadores que, bajo el señuelo del orden y las soluciones mágicas, reproducen y alientan dinámicas políticas tantas veces fracasadas.

Ello no obstante, el caso que más me preocupa es el de España, porque, teniendo un sistema impecablemente democrático y lleno de garantías, estando gobernada por un partido de prístina trayectoria democrática, y habiendo mantenido a raya a las formaciones de extrema derecha que -por nostalgia o modernidad- ofrecen soluciones tan peligrosas como heterodoxas, ha empezado a deslizarse hacia un modelo político gaseoso y poco gobernable que, impulsado principalmente por los electores, y gestionado con la ayuda de nacionalistas, independentistas y populistas antisistema, pueden meter al régimen de 1978 en un callejón sin salida.

Lo malo es que tal cosa sucede por una vía irreprochablemente democrática, que, a pesar de todas las advertencias sigue votando en dos claves muy problemáticas: fragmentar el Parlamento hasta ponerlo al borde de la ingobernabilidad; y potenciar partidos antisistema, independentistas y nacionalistas que, bajo el señuelo de la dinamización del sistema y la regeneración de la vida política, siempre se apuntan, estratégicamente, al cuanto peor mejor. Todo lo que hemos hecho para reconducir esta toxicidad crónica ha sido, hasta ahora, completamente inútil, porque la indeclinable responsabilidad que tienen en ello los electores está siendo absurdamente derivada hacia el sistema, los partidos o la clase política. Por eso estamos en una encrucijada tan peligrosa. Porque ninguna democracia puede impedir que, si el pueblo quiere intentar la solución por el caos, acabe teniendo el éxito que persigue.