Para diagnosticar la grave situación de la política mundial, podemos utilizar dos vías: la castiza expresión que da título a este artículo; o el poético eslogan -«cuando el dedo señala la luna, los imbéciles miran al dedo»- reivindicado por los inquietos jóvenes del mayo del 68. Porque ambas fórmulas nos remiten al error más pertinaz y extendido en las sociedades políticas. Mirando los síntomas, nos hacemos ciegos para los tumores. Entretenidos en lo inmediato, no advertimos las avalanchas que, lejanas y ruidosas, amenazan el mundo. Y absortos en el presente, repetimos una y otra vez las horribles partituras del pasado. Somos así. Y contra esta plaga de estupidez crónica no ha servido de nada -sino al contrario- la inaudita potencia que hemos adquirido en la acumulación y transmisión de datos y en la comunicación social.
Síntoma ineludible de este paroxismo político es lo que sucede con las marchas de inmigrantes centroamericanos hacia la frontera de Estados Unidos, que lejos de ser vistas como una total evidencia de que Honduras, Nicaragua y El Salvador ya son estados fallidos -es decir, algo peor que dictaduras sanguinarias-, o de que Guatemala y Venezuela ya emprendieron su marcha hacia ese destino, entretienen al mundo con la espectacularidad de las bravatas de Trump, con la puesta de perfil del Estado mexicano, y con una casuística solidaria que funcionan como un disolvente de las posibles soluciones.
En el otro extremo del problema, el de las democracias avanzadas y opulentas de la Unión Europea, el estúpido debate sobre si el ajuste de las economías debe hacerse de forma sistemática y continuada o con los dramáticos efectos de un géiser que arrambla periódicamente con el Estado de bienestar, está impidiendo que diagnostiquemos con precisión el andazo de nacionalismo y autoritarismo que infecta nuestras instituciones, y que solo se hace evidente cuando ya estamos abocados a catástrofes bélicas que solo recordamos y analizamos como si fuesen tragedias teatrales que no pueden repetirse.
La ONU -lo siento por Guterres- está desaparecida. El Vaticano está enzarzado en la pederastia y en los efectos de una crisis que no supo prever ni resolver. Las políticas de solidaridad, encomendadas al minifundismo de las ONG, funcionan como un paliativo de la conciencia colectiva. Y los ejemplos en los que se confunde la anécdota con la categoría podrían multiplicarse si fuésemos analizando las migraciones, la pobreza, el cambio climático, el individualismo libertario y la pérdida de los valores morales que queremos compensar con el Código Penal. Y el mundo, sin líderes y sin política real, parece haber encomendado su solución a una hipotética conjunción astral -de signo positivo- que la física cuántica ha descartado, científicamente, en todas sus hipótesis. Por eso estamos tan vendidos como confiados. Porque tenemos la cabeza a pájaros, y porque es obvio que creemos en las catástrofes y el caos menos aún de lo que creemos en Dios.