El mito de la princesa cherokee

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

Ed

21 oct 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Existe en Estados Unidos lo que se conoce como «el mito de la princesa cherokee». Consiste en que hay un número desproporcionado de personas de origen europeo que aseguran que entre sus ancestros cuentan con una «princesa cherokee». Suele ser una bisabuela o una tatarabuela, alguien lo suficientemente alejado como para no haberlo conocido. Sospechosamente, siempre es cherokee, y no de ninguna otra de las muchas tribus que existen. Y siempre es una mujer, nunca un hombre. Nunca es un «príncipe cherokee», probablemente porque esto haría planear una incómoda sospecha de secuestro y violación. Pero todo es una fantasía. Los cherokee no tenían príncipes ni princesas, y la mayoría de los norteamericanos, que descienden de inmigrantes llegados al país después de la reducción de indios en reservas, no proviene de ellos.

El mito de la princesa cherokee es interesante porque revela el valor cambiante de las identidades. Hace ciento cincuenta años ningún europeo habría querido tener una gota de sangre india, pero cuando los indios fueron completamente derrotados, esa identidad se tiñó de romanticismo y se hizo de repente deseable. Es como la moda, nacida en la década de 1920 en España, de enorgullecerse de un pasado judío en la familia. Todavía hoy muchas personas creen (erróneamente) que los apellidos con nombre de profesión o de ciudad indican siempre un ancestro hebreo.

El caso de la senadora demócrata norteamericana Elizabeth Warren, que apareció esta semana en la prensa, revela un nuevo giro en los caprichos de la identidad. Durante años, fiándose de las historias familiares, Warren se identificó como «nativa americana» en distintos documentos -en Estados Unidos, existe esa insana costumbre de preguntarle a la gente por su «raza»-. Esto empezó, seguramente, por simple coquetería. Pero las cosas han ido cambiando. Ser nativo americano, ahora, significa pertenecer a una minoría discriminada, tener un agravio y el derecho a una discriminación positiva. Es algo valioso en este siglo en el que hemos decidido rendir culto a la víctima. De modo que, hace algunos años, los rivales políticos de la senadora Warren empezaron a poner en cuestión su origen indio. Luego, uno de ellos, Donald Trump, empezó a ridiculizarla llamándola «Pocahontas». La noticia de esta semana es que ella ha caído en la trampa de Trump. Se ha hecho una prueba de ADN. Los medios, que detestan a Trump, titulaban triunfantes que la prueba demostraba el origen aborigen de la senadora. Pero es una mentira piadosa. En realidad, es al contrario. Lo que la prueba dice es que todos los ancestros de Warren son europeos a excepción, quizás, de algún nativo americano de seis a diez generaciones atrás, lo que, con en torno a un 0,1 por ciento, ni remotamente la convierte en nativa americana. De hecho, los nativos americanos de verdad están indignados con Warren, la consideran una impostora. Es uno de los problemas del identitarismo: cada vez se va volviendo más exigente, a medida que la pertenencia a un grupo otorga ventajas. De la vergüenza de ser indio han pasado a un orgullo fanático.

En el caso de Warren, lo sensato habría sido reconocer que estaba equivocada, que ingenuamente se creyó una historia familiar que ha resultado ser falsa. No pasaría nada. Pero para ella su falsa identidad es ahora mucho más importante que la verdad. Sin esa pertenencia a un grupo discriminado no sería más que una mujer blanca con poder y éxito, algo que ella misma ha aprendido a despreciar. La compadezco, como compadezco siempre al que es víctima de sus propias ideas. Sospecho que es más doloroso que ser víctima de las de los demás.