Piratas de Silicon Valley

OPINIÓN

23 oct 2018 . Actualizado a las 11:39 h.

La Coca Cola no podría existir sin Pepsi; los Beatles, sin los Rolling; Federer, sin Nadal... y Apple no sería lo que es si enfrente no hubiera tenido a Microsoft. O viceversa. En el caso de las tecnológicas se da un paralelismo curioso: ambas fueron impulsadas por dos personalidades cada una, tan opuestas entre sí -en cuanto a carácter y forma de entender la vida y los negocios- como fundamentales a la hora de poner los cimientos de un imperio partiendo de la nada. Una simbiosis milagrosa.

Si la compañía de la manzana tenía a Steve Jobs y Steve Wozniak, el genio del márketing y el nerd introspectivo y genial que ensamblaba circuitos; Microsoft contaba con Bill Gates y Paul Allen. Uno, la personalidad pública, que daba la cara hasta en las fotos de la Policía cuando era detenido por exceso de velocidad. Otro, el hombre entre bastidores, que también escribía código pero prefería no aparecer en los créditos, aunque no se olvidaba de dar el número de su cuenta corriente: Allen, a diferencia de Gates, entregado a la filantrópica tarea de acabar con la malaria, disfrutó de la vida al máximo. Era propietario de uno de los mayores superyates del mundo, el Octopus, de 126 metros de eslora; se compró un equipo de la NBA, los Portland Trail Blazers; e invirtió en cientos de empresas, desde Dreamworks hasta el vehículo espacial SpaceShipOne.

Algo más unía a Bill y a Paul, y también a Microsoft y a Apple. Su capacidad para detectar las oportunidades antes que los demás. Los primeros lo hicieron cuando le vendieron a IBM un sistema operativo comprado por 50.000 dólares y al que le cambiaron el nombre, con la única condición de recibir un royalty por cada ordenador en el que se instalase. Los segundos, con su famosa visita al Xerox PARC, donde birlaron a la firma de fotocopiadoras la interfaz gráfica de usuario. Eran Piratas de Silicon Valley, como cuenta la película, pero también eran unos tipos que aprendieron a programar y diseñaron el futuro.