Mais do que prometía a força humana

Leoncio González

OPINIÓN

25 jul 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Se comentó en su día que Mariano Rajoy tuvo en cuenta el consejo del exvicepresidente portugués, Paulo Portas, y que declinó ir a la investidura tras imponerse el 20D para no correr la misma suerte que Passos Coelho, vencedor en las urnas y defenestrado en São Bento. Por las mismas fechas Pedro Sánchez viajaba a Lisboa para comprobar si sería aplicable a España la técnica, que llevó a António Costa al poder y que los portugueses bautizaron como geringonça para diferenciarla de otros modelos de coalición que se estilan en Europa, en los que normalmente gobiernan los que ganan.

Son solo dos de los muchos ejemplos que ilustran la corriente de influencia mutua que impulsa a los dos países, desmintiendo el cliché de que viven de espaldas, indiferentes el uno al otro e incapaces de superar los recelos de una historia de enojo y menosprecio. En parte gracias a la pertenencia común a la UE, en parte porque en la era global es mejor compartir intereses que alimentar diferencias, España y Portugal se han ido desprendiendo de los atavismos de su vieja condición fronteriza. Si no se puede decir que han atado sus destinos, sí que los están sincronizando: los vecinos por obligación geográfica son ahora compañeros de ruta por convicción estratégica.

Galicia fue siempre un paso por delante en este proceso de acoplamiento. Antes de la Autonomía la apertura al sur luso fue una directriz recurrente del galleguismo y el nacionalismo, que creyeron ver al otro lado del Miño y de la raia la dimensión amputada por el Estado centralista, tal como resume la frase de Castelao según la cual un gallego que entra en las llanuras de León y Zamora se siente en suelo ajeno pero cuando se interna en Portugal pisa tierra propia. Bien es cierto que despojándolo de ganga idealista, la comunidad autónoma hizo suyo ese legado y, con avances y retrocesos según los períodos y las circunstancias, probó fórmulas, promovió ejes, tendió lazos para plasmarlo, a sabiendas de que, como escribe Camões, se adentraba en «mares nunca de antes navegados».

El balance de la travesía no se deja resumir en las cifras de exportaciones e importaciones, los hermanamientos de concellos y universidades, el crecimiento exponencial de intercambios culturales o el trasiego de ocio y turismo que han hecho de cada uno de los territorios la prolongación casi natural del otro. Hay que valorar, además, la creación de una relación de confianza inédita en la historia que permite orillar las asimetrías estudiadas por António de Medeiros en Los dos lados de un río y que ralentizaban o directamente frenaban cada paso que emprendía: el hecho de que, al ser Portugal un Estado unitario y Galicia tan solo una parte de la España autonómica, no podían reconocerse como interlocutores ni tratarse como iguales sin crear problemas mayores.

Es de absoluta justicia reconocer que este escollo no se hubiese podido sortear sin la constelación de amigos con que ha contado Galicia en la presidencia y el gobierno portugués. Desde Mário Soares a Cavaco Silva, pasando por António Guterres o Durão Barroso, se advierte una línea continuada de simpatía y complicidad que ha conseguido implantar en el discurso político luso conceptos ajenos a su tradición, como la eurorregión y las conexiones transfronterizas, plenamente aceptados hoy por todas las fuerzas de Lisboa como vehículos de progreso.

De estirpe minhota, amante del Camino y buen conocedor de Galicia, político de raza con un pie en el periodismo y ejemplo a seguir en esta España hiperpolarizada, ya que consigue como pocos acordar con sus rivales sin traicionar sus principios, el presidente Rebelo de Sousa abre ahora un nuevo capítulo en esta alianza creciente entre Portugal y Galicia cuyos mejores frutos están por venir. Su llegada al Palacio de Belém garantiza que sumarán, otra vez Os Lusíadas, «mais do que prometía a força humana».