La maraña

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

ed carosia

03 jun 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Como a tantas otras personas, no me produce satisfacción alguna el espectáculo del castigo a la corrupción política que nos sirven constantemente los medios de comunicación, día tras día, como una letanía de la vergüenza. Es demasiado triste esta constatación de que esa corrupción existe, y que hay responsables públicos que traicionan la confianza de la sociedad. Pero luego tampoco me gusta la forma en que la propia sociedad deja caer sobre ellos el peso de la justicia. Es una justicia lenta, tanto que parece más un arrepentimiento que una reparación. Hace que parezca como si cada época juzgase a la inmediatamente anterior, como si el delito fuese siempre cosa de otro tiempo, como si la sociedad de hoy quisiese demostrarse a sí misma que es mejor que la de ayer. Es también una justicia que se pretende ejemplarizante pero que acaba siendo, en realidad, selectiva: condenas duras que caen sobre unas pocas cabezas elegidas por su visibilidad. Es una justicia, creo, que se empeña demasiado en ser popular en un mundo narcisista en el que todo aspira a la aprobación general. Y no sé si eso es una buena idea, sobre todo en esta era en la que las redes sociales han dotado al viejo linchamiento de toda la vida de un poder tecnológico sobrecogedor. Es una justicia, en fin, que parece más catártica que constructiva, el viejo escarnio público que se remonta al sambenito, la picota, y más atrás. Quizás todo eso ha existido siempre porque no puede ser de otro modo. Qué se yo.

Lo que me interesa es esa catarsis. Tiene, sin duda, algunos efectos beneficiosos. Permite que la gente visualice que quien la hace la paga, y que nadie, ni siquiera en las alturas del poder, está más allá del brazo de la ley. Pero también tiene efectos perversos. Por ejemplo, hace que la gente crea que la corrupción es una ideología que puede simplemente extirparse con el poder del voto; y que la indignación, más que un sentimiento, es otra ideología sobre la que se puede construir un futuro. Sobre todo, pasa por alto una verdad incómoda: la de que existe un sedal transparente pero casi irrompible, que une, sin que se vea, el pulgar de un hombre que aparca en doble fila y el dedo meñique del concejal que incurre en un cohecho; otro hilo que va del ama de casa que paga una factura sin IVA al interventor que falsifica una firma; otro que parte de la señora que se salta una cola en el supermercado y llega hasta el ministro que miente en su currículo; otro sale del que paga en negro a una empleada del hogar y va directamente al empresario que cobra una comisión ilegal. Y así sucesivamente. Toda sociedad está unida por esos hilos secretos, que se van enredando unos en otros hasta convertirse en una maraña. Y cada vez que la Justicia coge a un corrupto, muchas personas, sin relación alguna con él, sienten un pequeño tironcito, como el pescador cuando un pez pica el anzuelo. Pero no le dan importancia, porque no creen que vaya con ellos. Naturalmente, también hay muchas personas completamente honradas entre los políticos, los empresarios y la gente corriente. El problema es que la maraña es tan espesa que muchos se ven arrastrados por ella de una u otra manera, aún sin saberlo, y es la densidad de la maraña lo que permite que se sostengan en ella los casos más graves.

Cabe la pregunta de qué pasaría si cortásemos todos los hilos a la vez. Hay dos hipótesis: una, la de los moralistas, es que surgiría un mundo completamente honrado. Otra, la de los cínicos, es que existe el peligro de que la sociedad se disgregue y se derrumbe, envuelta en el caos.