La ciénaga

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

ED CAROSÍA

27 may 2018 . Actualizado a las 09:47 h.

Se dice que Washington D.C, la capital de Estados Unidos, se levanta sobre una ciénaga. Así nació la metáfora que habla de “desecar el pantano” (Drain the swamp). Consiste en la promesa de acabar con la burocracia y los intereses creados que sientan sus reales en la capital del país, que es, realmente, un centro de poder inmenso, quizás un pantano en el que se hunden las políticas bienintencionadas y el dinero público.

De hecho, la llamada a desecar el pantano no es exclusiva de una ideología política. A principios de siglo, el socialista Winfield R. Gaylord quería «desecar el pantano capitalista de Washington». Mucho después Ronald Reagan prometía lo mismo, aunque en un sentido distinto. Y el derechista Pat Buchanan, y la demócrata Nancy Pelosi... La del cenagal ha sido una metáfora útil porque es un insulto, y los insultos sirven para cualquier cosa. La demagogia, de hecho, no es sino el abuso de las figuras retóricas en política. Pero ha sido el actual presidente, Donald Trump, quien ha llevado más lejos esta figura literaria. En su campaña electoral lo repetía una y otra vez: él era el zahorí que descubriría por donde fluyen las insalubres aguas subterráneas, el hombre que iba a desecar el pantano finalmente.

Para ser exactos, lo de la ciénaga es medio leyenda; o como poco una exageración. Otras ciudades, como San Petersburgo, Chicago o Nueva Orleans, sí están realmente edificadas sobre ciénagas. En cambio, la mayor parte de Washington descansa sobre cimientos sólidos y secos, aunque sí es cierto que la región en la que se encuentra, en el estuario del Potomac, es húmeda y hay algunas zonas de suelo pantanoso. Y una de esas zonas es el solar en el que se alza, precisamente, la Casa Blanca, en la intersección entre la base del depósito de una empinada colina del Cuaternario y un antiguo estuario pleistoceno. Por eso, probablemente, se dan tan bien las flores en la Casa Blanca.

Ahora resulta que, tras casi año y medio del comienzo del mandato de Trump, en el Césped Norte de la Casa Blanca ha aparecido un cráter entre los tulipanes y los jacintos. Es un socavón considerable, como si lo hubiese excavado un gigantesco topo. El primero en darse cuenta fue, el martes pasado, un periodista de La Voz de América, porque el agujero está enfrente de la entrada a la oficina de prensa. Quienes lo han visto dicen que está creciendo cada día. «Estos agujeros pueden, a veces, llegar a medir decenas de metros y arrastrar al fondo coches y autobuses», advertía estos días una experta. Los empleados de la Casa Blanca aseguran que ya lo había detectado hace algo más de una semana, lo vigilan muy de cerca, y están convencidos de que no supone ningún peligro para la primera residencia del país.

Yo, sin embargo, me imagino a Donald Trump mirando ese agujero con aprensión desde la ventana, por la noche, mientras en el televisor se suceden los fogonazos de luz de una vieja película de terror. Y le veo luego sacudido en el sueño por pesadillas. El agujero de su jardín crece y crece hasta devorar la Casa Blanca, mientras, en el resto de la ciudad, la ciénaga vuelve para reclamar lo que es suyo. El mármol de los monumentos, los edificios cupulados, las estatuas… Toda la ciudad se hunde en el fango. El hombre que había prometido secar el pantano de Washington es el que preside sobre su destrucción. El presidente despierta sobresaltado, pero en seguida se tranquiliza al ver que por la ventana del dormitorio presidencial entra un rayo de sol. Repentinamente hambriento, encarga el desayuno antes de dirigirse de nuevo al despacho oval, incapaz de escuchar a nadie. Ni siquiera a los presagios.