El (triste) final de Cifuentes

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

Chema Moya | EFE

06 abr 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Las pruebas de que Cristina Cifuentes amañó su máster, con la complicidad de una parte del estamento universitario, eran abrumadoras. Se matriculó con un trimestre de retraso -quedaban plazas vacantes, dice ella-, nadie la vio durante el curso de asistencia obligatoria -llegó a un «arreglo» con los profesores para hacer novillos-, sus notas fueron modificadas irregularmente y con dos años de retraso, el «no presentado» se convirtió en notable por arte de birlibirloque, defendió una tesina fantasma que no aparece, exhibió en su defensa una supuesta acta con firmas falsificadas. Añádase a esa ristra de indicios un cúmulo de mentiras superpuestas, jeta de cemento o desesperación, y la puesta en marcha del ventilador para enmerdar a la universidad que le regaló el título. Esto no solo huele a podrido, incluso para el olfato selectivo de Ciudadanos, sino a cadaverina: la carrera política de la paloma blanca del PP toca a su fin. ¿Y la presunción de inocencia? ¿Acaso no alberga usted, señor columnista, alguna duda a la hora de enviar al cadalso a la presidenta madrileña? Hay a este respecto una historia apócrifa, recogida por Sam Leith en su libro ¿Me hablas a mí?, que siempre deja abierta una rendija al error cuando se dicta sentencia. Trata del juicio a un acusado de asesinar a su esposa. Las pruebas parecen inapelables: la mujer desapareció, su sangre regaba la cocina, un mechón de sus cabellos figuraba en la supuesta arma del crimen, su marido alardeaba en YouTube de haberse deshecho de su pareja... Pero antes de que la espada de la Justicia descargue su rigor sobre el acusado, el defensor esgrime un alegato contundente:

-Señoría, no solo mi cliente es inocente, sino que su esposa goza de perfecta salud. Y voy a demostrarlo. Dentro de cinco minutos, la puerta de esta sala se abrirá y entrará, sana y salva, la esposa de mi defendido.

Silencio expectante mientras avanzan las manecillas del reloj. Todas las miradas se dirigen a la puerta, pero esta sigue cerrada a cal y canto cinco minutos después. La mujer no aparece, como tampoco lo hizo, en la Asamblea de Madrid, el documento irrefutable que demuestre la inocencia de Cristina Cifuentes.

-¿Y bien? -dice el juez con impaciencia-. Su milagro no se ha materializado, señor letrado.

-Por supuesto que no -replicó el abogado-. Pero todos ustedes miraban a la puerta, señal inequívoca de que existen dudas razonables de que se haya cometido un crimen. Deben absolver, pues, a mi defendido.

(Mientras me entretengo con mi historia, siguen lloviendo chuzos sobre la cabeza de Cifuentes. La universidad Rey Juan Carlos traslada el caso a la fiscalía, por un posible delito, y esta abre diligencias penales. La presidenta del tribunal declara que ella no firmó el acta del máster. El PSOE se apresura a presentar una moción de censura).

Y ahora sí llega el punto final de la historia. Lo puso el juez con perspicacia concluyente:

-Muy bien, señor letrado. En cualquier caso, el jurado debe tener en cuenta que la única persona de la sala que no miraba la puerta era su cliente.