El juego de tronos de doña Letizia

OPINIÓN

JAIME REINA | Afp

05 abr 2018 . Actualizado a las 08:25 h.

La razón de las monarquías parlamentarias se agota en la tradición, o, dicho con otras palabras, en la pereza que da construir una nueva institución que, incluso en el supuesto de acertar en su diseño, necesitaría decenios para asentarse. Si las cosas funcionan, es mejor dejarlas como están, aceptar -ex corde- que la legitimidad monárquica se transmite a la descendencia, y huir de la tentación de mezclar el hecho de pertenecer a la Familia Real con la posesión de cualidades colaterales copiadas de una cultura republicana. El rey no es rey por ser listo, guapo, honrado, trabajador, fiel a la reina o político hábil, sino por ser hijo de su papá. Y, aunque es evidente que la miel le sienta bien a las hojuelas, es sumamente peligroso confundir las virtudes con los genes.

El riesgo que tiene la Monarquía española no es el cerco de los republicanos, sino las tonterías que hacen y dicen los monárquicos de granja para convencernos de que el rey merece serlo porque, en caso de ser depuesto, también sería el mejor presidente de la República. Porque eso no es cierto, ni lógico, ni tiene sentido político. Y porque, fuera de la legitimidad sucesoria, no hay más lógica que la republicana.

Por eso me parece gravísimo el espectáculo que protagonizó doña Letizia -cuya legitimidad y estatus se fundamentan exclusivamente en su matrimonio católico-, con doña Sofía, la abuela de la heredera de la Corona. Porque no hay más explicación para este rifirrafe que el intento de refundar una legitimidad objetiva -basada en la excelencia personal- al margen de la legitimidad familiar, y porque se trata de un error que, lejos de limitarse a vincular el futuro de la Monarquía a una pureza utópica e insostenible, escribe también el papelón que se le asigna -por señalamiento- a los restantes miembros de la Familia Real, frente a los que se intenta levantar una barrera de asepsia que puede ser muy útil para coquetear con los tertulianos y las revistas del corazón, pero que resulta absolutamente inútil, e incluso perjudicial, frente a los ciudadanos normales, honrados e inteligentes.

Y digo esto, sin importarme que llueva, porque ya denuncié el ostracismo al que fue condenada -con crueldad y egoísmo infinito- la infanta Cristina, cuyo calvario nunca debió contar con la colaboración de sus padres y hermanos, ni servir de chivo expiatorio de los desajustes de la Casa Real. Y porque no me parece posible educar a una futura reina si se la priva de los valores familiares, se la avergüenza de sus abuelos y tías, y se le hurtan las claves para interpretar el origen de su legitimidad y de las miserias humanas que, como todas las familias, pesan sobre la Familia Real.

Mi impresión es que Letizia aún no sabe en qué consiste ser reina, ni qué venas y pecados la pusieron donde está. Y mucho me temo que, si continúa con esta dinámica de refundar una dinastía, solo consiga ser la última de Filipinas.