El día anunciado desde hace más de medio siglo llegó finalmente: murió Stephen Hawking, legendario heredero de la cátedra Lucasiana de Cambridge. Su carrera científica alcanzó las cotas más altas. Demostró matemáticamente la inexorabilidad del «big bang» y de los agujeros negros en la teoría de la Relatividad General de Einstein. Explicó el mecanismo por el que la materia no está dispersa en el universo sino formando galaxias. Y, sobre todo, en un alarde de ingenio, creatividad y elegancia inigualables, encontró un ángulo ciego en la encarnizada lucha que sostienen la Mecánica Cuántica y la Relatividad General, ambas correctas y a la vez inconsistentes entre sí, para demostrar que los agujeros negros no son tan negros. Son cuerpos calientes que acabarán evaporándose, llevándose así, quizás, toda la información engullida durante su oscura existencia. Fue también un comunicador de la ciencia que logró un imposible: vender millones de ejemplares de un texto que aborda esta clase de cuestiones. El comunicador de la ciencia estelar dio paso al personaje. Ese de fama planetaria que empezó a ser habitual en series de televisión y cuyas opiniones vertió, con mayor o menor acierto, sobre una diversidad de temas. A veces, el largo alcance de su visión de los problemas de la humanidad acabó interpretándose como un desacierto. En mi opinión, de forma errónea. El Hawking que me guardo para mi, sin embargo, es el de las distancias cortas. La persona generosa, con un tesón desbordante y un afán ciego por honrar la vida. Un hombre apasionado, melómano y culto. Siempre deseoso de hacer cosas nuevas. Un brillante socialista inglés de humor pícaro, acentuado por sus ojos vivaces y de mirada diáfana. Hace poco le vimos horrorizado por el brexit, consciente del ridículo artificio que representan las fronteras. Ciudadano de este pedrusco errante que surca el espacio vacío con la fragilidad de un bote en la inmensidad del océano, siempre sintió que hasta su condición de terrícola era providencial. Hawking fue un enamorado del universo. Dedicó su vida a intentar comprenderlo. Lo hizo con la ominosa sombra de la muerte sobre sus hombros. Desde la inmovilidad de su silla, como el caballero de El séptimo sello, se jugó cada día de su vida con la parca en un tablero de ajedrez. Le ganó siempre. Hasta que cumplió la edad de su admirado Albert Einstein. Tuvo la certeza de que había llegado el momento de cerrar el círculo perfecto y dejó caer su rey sobre el tablero.
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