Un «procés» terminal

Carlos G. Reigosa
carlos g. reigosa QUERIDO MUNDO

OPINIÓN

28 ene 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Empiezo a tener la sospecha de que el procés catalán ya no es inteligible para nadie, ni siquiera para Puigdemont, que parece abonado a una partida de tahúres. Ni en los momentos más lúcidos o creativos he podido imaginar lo que ahora está ocurriendo, porque ni siquiera sé qué es, ni por qué es posible que suceda. Un misterio en la España del siglo XXI. Un galimatías político inconcebible hasta hace poco, es decir, hasta que llegó Carles Puigdemont con su show y sus acólitos independentistas. Los expertos dicen que los artículos 155 y 161.2 de la Constitución permitirán paralizar y desbaratar todas las iniciativas ilegales que puedan idear los partidarios de sacar adelante el procés. Y parece que es así. Pero, si esto es verdad, ¿a qué juegan los seguidores de Puigdemont? ¿Qué parte de la ecuación no entienden o no quieren entender? ¿Qué ardid o magia guardan en la manga?

Los expertos le han dado ya tantas vueltas al supuesto o real secreto del procés que ya no cabe imaginar que quede alguna treta posible que pueda encumbrar o favorecer al ínclito Carles Puigdemont.

El Gobierno ha hecho lo que tenía que hacer y, como es sabido, puede impugnar ante el Tribunal Constitucional las disposiciones adoptadas por órganos de las comunidades autónomas. Y no es imaginable que en algo tan de sentido común le pueda faltar el apoyo del PSOE y de Ciudadanos.

El nuevo presidente del legislativo catalán, Roger Torrent, puede ocultar durante unos pocos días más su jugada -si la tiene-, pero el tiempo se acaba. Y al final solo le quedará elegir entre la vía legal o la ilegal.

Somos una inmensa mayoría quienes creemos que ya es hora de salir de este galimatías político que nos ha enredado demasiado tiempo. Incluso si es solo un juego puigdemontiano sin recorrido político, también debe terminar. Es la única forma de volver a la realidad, contabilizar los males causados por la frustrada declaración de independencia y empezar a enmendar el desastre de un aventurerismo desbocado y sin sentido. Es, pues, la hora de echar las cuentas y ver la dimensión del daño causado.