Salvados del ridículo en el descuento

Fernando Ónega
Fernando Ónega DESDE LA CORTE

OPINIÓN

Elio Germani | EFE

06 dic 2017 . Actualizado a las 09:36 h.

Si ayer se le congeló el aliento a don Carles Puigdemont y sus compañeros de viaje no fue por el frío que azota Bruselas. Fue por el susto que se llevó cuando conoció el auto (corregido y aumentado después) del juez Pablo Llarena. Pónganse ustedes en su lugar: hasta ayer era un hombre feliz, inteligente, sabiamente astuto, un genio que iba a dejar en ridículo al Estado español y a su aparato judicial. Había conseguido largarse de España antes de ser detenido, se había refugiado en un país donde iba a sentirse rodeado por el afecto de otros independentistas, había logrado un eco internacional espectacular y alguien le había asesorado muy bien sobre los códigos belgas y su contemplación de los delitos de sedición y rebelión. Seguro que sus abogados le habían dicho que podría volver a España sin ser detenido ni juzgado porque esos delitos no son atendidos en Bélgica como en el ordenamiento de España. De hecho, lo dijo ante la prensa uno de sus defensores, Jaume Alonso-Cuevillas, al terminar la última declaración judicial. Y añadió ayer mismo: el Estado español iba a recibir «una bofetada muy grande». Y el abofeteador sería Carles Puigdemont. 

Este cronista les tiene que confesar una cosa. Las dudas sobre ambos delitos en la legislación belga fueron puestas de manifiesto por muchos juristas españoles. Solo los gobernantes expresaban su seguridad de que estaban contemplados en los códigos de Bélgica en términos equiparables a los de nuestro Código Penal. Y lo que tengo que confesar es que nunca me atreví a escribirlo por pura ignorancia, pero les juro que desde hace un mes arrastro esa duda: ¿está España jugando a la lotería con Puigdemont? ¿Por qué se ordena su detención, si puede ser devuelto sin cargos? ¿No era mejor dejarlo en Bélgica como estaba, con la seguridad de que no volvería, salvo para seguir los pasos de sus compañeros presos? Pero ya digo: sentí vértigo ante esa reflexión. No podía ser que tan altas personalidades políticas y jurídicas estuviesen equivocadas.

Y ha tenido que venir casi en el último minuto una inspiración del Espíritu Santo, que se posó sobre el juez Pablo Llarena en forma de legajo y le ordenó: anula la orden, magistrado. Y el magistrado la anuló con tanta precipitación que se olvidó de la orden internacional y tuvo que incorporarla con una providencia posterior. Salvados del ridículo, de la «bofetada muy grande», en tiempo de descuento. Ahora Puigdemont puede moverse libremente por el mundo, pero en cuanto pise territorio español será detenido. No quiero ni pensar qué habría ocurrido si Puigdemont aterriza una mañana en El Prat como un héroe victorioso haciendo la peineta a los guardias, al Gobierno, al Tribunal Supremo y a todo el Estado de Derecho. No lo quiero ni pensar.

Ahora, Puigdemont puede moverse libremente por el mundo, pero sabe que será detenido según pise territorio español