«My taylor is rich»

Rafael Arriaza
Rafael Arriaza LÍNEA ABIERTA

OPINIÓN

17 nov 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Hace ya muchos años, cuando mi padre estaba estudiando en la Escuela de Comercio de Coruña, uno de sus amigos de infancia convenció a un pequeño grupo de que el inglés sería la lengua del futuro, y entre todos empezaron a intentar aprenderla. No había entonces nuevas tecnologías que permitiesen ver series o películas en cualquier idioma -con o sin subtítulos, a elegir-, ni múltiples años de inglés en el colegio y el instituto; las academias, los cursos de verano en el extranjero, los programas intensivos para los que van a salir de Erasmus e incluso los libros o revistas en ese idioma eran tan ciencia-ficción como Internet. Miguel Castelo, Antonio Rodríguez Losada y mi padre tenían un sencillo manual de inglés en el que años después comprobé que realmente aparecía la famosa frase My taylor is rich que luego dio origen a muchas parodias y monólogos. Construían sus propias radios de galena para poder escuchar la BBC por la noche, cuando no había interferencias. Bajaban a pasear al puerto en busca de barcos con bandera británica o irlandesa para entablar conversación con los marineros y lograr -a cambio de un par de tazas o una cerveza- una clase de conversación gratuita y algún periódico atrasado para poder leer textos en inglés. En una época en la que aprender inglés en España no estaba demasiado bien visto (los idiomas amigos eran el francés y el alemán, por supuesto) se las ingeniaron -a coste casi cero- para ir haciéndolo. A los tres el esfuerzo les resultó muy fructífero.

Dos de ellos, Miguel y Antonio, trabajaron en un par de empresas en las que el dominio del inglés era un activo muy valorado y acabaron su vida laboral como catedrático y profesor titular de inglés en la UDC, respectivamente; y el tercero -mi padre- trabajó prácticamente toda su vida como director financiero de una multinacional farmacéutica que necesitaba a alguien capaz de compartir balances, estrategias y demás con sus colegas europeos y estadounidenses.

Por eso, un año más, al comenzar el curso académico en la Universidad, pregunto a mis alumnos el primer día de clase por su nivel de inglés. En asignaturas como la que imparto, tanto para los que asistan a clase como para los que estén preparando su trabajo de fin de grado, será una herramienta fundamental, porque una parte muy importante de la información que se genera en el mundo sobre los temas que vamos a manejar se publica en esa lengua.

Pero una vez más, la realidad es la que es: menos del diez por ciento de los alumnos se atreven a hablarlo de manera fluida o no tienen problemas para entender lo que leen de corrido. Alguno me dice, como siempre, que emplea un sistema de traducción automático y yo le respondo, de nuevo como siempre, que esos sistemas aún no están perfeccionados y que dominar un idioma te proporciona una riqueza mental indiscutible. Escuchando eso de que «no se nos dan bien los idiomas», o «es que mi profesor era muy malo» me acuerdo de aquellos jóvenes que bajaban al puerto y pegaban la oreja a sus pequeñas radios de galena, y me gustaría poder transmitirles su tesón y su ilusión a mis alumnos, pero entonces veo que todos tienen ordenador, conexión a Internet y la opción de traducir automáticamente los textos. Y que obtendrán un resultado medianamente comprensible. Y que si no hay necesidad, es muy difícil motivar.

Es posible que yo tenga una cierta fijación con ese tema, porque una de las condiciones que mi padre me puso cuando le dije que quería ser médico en lugar de economista -como él habría querido- fue que aprendiese inglés. Y no puedo negar que se lo agradecí y lo sigo haciendo cada vez que pienso en ello, porque ese detalle me ha abierto muchas puertas y me permite comunicarme sin problemas con colegas y amigos de todo el mundo.

Incluso cuando no hay conexión a Internet y el traductor de Google no funciona.