Prestige: el gran cambio

Pablo González
Pablo González NO FICCIÓN

OPINIÓN

13 nov 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Tengo la impresión de que en aquel ya lejano 13 de noviembre del 2002 fue realmente cuando empezó todo. A veces es necesario sufrir para cambiar, para mejorar nuestras vidas, nuestras democracias, para descubrir nuestros propios errores y así, desgraciadamente, aprender. Tuve y tengo la suerte de vivir y contar el desastre del Prestige en un periódico que luchó, junto con sus fieles lectores, por la dignidad de Galicia y por la reparación, enviando periodistas a cada esquina de nuestra costa para que contaran lo que veían y no lo que les decían, controlando cada promesa compensatoria del poder con rigor y compromiso, sabiendo que así ya no podrían tratarnos nunca más como ingenuos, crédulos o conformistas.

Con el Prestige emergió una sociología subterránea que ahora vivimos cotidianamente en superficie: unos gobiernos que se ven obligados a optar por la transparencia, empujados a aceptar que casi siempre es mejor reconocer lo incómodo que la engañosa comodidad de esconderlo. Sin necesidad de redes sociales, los gallegos inauguraron el paradigma de la indignación cívica, la de verdad, no la demagógica o impostada. Pero no solo ante el gobierno de turno, como algunos interesadamente interpretaban, sino también ante el comercio pirata sin escrúpulos de la república del mar, que ignoraba con el mismo ímpetu la ley y el bienestar común, valiéndose de una impunidad insultante. ¿Verdad que todo esto les suena?

Al margen de un larguísimo e incierto proceso judicial, al margen del sufrimiento que nos causó, el Prestige propició un nuevo protagonismo para la sociedad civil, para el periodismo. Allí se replantearon muchas reglas del juego, y obligó a la política a ocuparse del mar, que abraza a buena parte de nuestro país, aunque otra buena parte de ese mismo país, cuando le hablan del mar, solo piense en la playa.

Galicia apareció ante el mundo con el Prestige. Vieron a nuestros marineros y pescadores impregnados de fuel defendiendo sus rías, y a todos los de tierra adentro, o los que vivían de espaldas al mar, solidarios y dolidos como el que más. Los voluntarios que vinieron de fuera a ayudarnos nos hicieron mejores. Y fue después de todo esto cuando aprendimos a reclamar las reglas del respeto, cuando entendimos que hay cosas que no pueden olvidarse, especialmente todo aquel cariño sincero que llegó de todas las partes del mundo.

La política no pudo estropear todo esto, a pesar de sus miserias. Los que criticaban que se alejara el barco criticarían también el refugio. Los que defendían el alejamiento solo querían alejarse del problema. Funcionarios que conozco y que tras el accidente estuvieron días sin pegar ojo no concuerdan en absoluto con esa imagen de desidia que propagaron algunos sobre la Administración.

Galicia también apareció en España con el Prestige. Un gran país debe atender a sus periferias, pues es tal vez en los rincones más alejados donde al final surgen los grandes cambios. Aquí no se crearon víctimas imaginarias. Todo lo que había pasado era real.