El hombre que no hizo nada

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

12 nov 2017 . Actualizado a las 10:14 h.

Murió en mayo. Su muerte no se hizo pública hasta septiembre. Y yo reconozco que me he enterado ahora. Son retrasos apropiados a la historia de un hombre que podría pasar a la historia por saber esperar, aunque en su caso fuesen sólo quince minutos. Podría pasar, porque no está tan claro que pase a la historia. Stanislav Petrov era un personaje poco importante. Su vida fue relativamente gris, si es que se puede decir eso de algo tan extraordinario como la vida de cualquier persona. Y, sin embargo, en unos pocos minutos de ella, hizo algo que prácticamente le convierte en un dios: salvó al mundo.

Era el año 1983, ya en los estertores de la guerra fría, y Petrov era teniente coronel de la fuerza aérea soviética. Trabajaba en la base secreta de Serpukhov-15, cerca de Moscú, donde era el supervisor de los satélites Oko, que orbitaban al acecho de un ataque nuclear norteamericano. Había entonces un millar de misiles intercontinentales apuntando a la URSS, y en el despacho de Petrov se veían sus bases de lanzamiento en una pantalla iluminada, el videojuego más mortífero que se haya diseñado nunca. El 26 de septiembre de aquel año la pantalla se iluminó de repente y comenzó a sonar la sirena de alarma. Se había detectado un misil. Petrov, temblando, llamó para informar a sus superiores, pero se apresuró a decir que creía que se trataba de un error del satélite. Entonces, en la pantalla aparecieron otros cuatro misiles más. El tiempo de respuesta ante un ataque nuclear se había establecido en 12 minutos, y Petrov ya había consumido la mitad. Llamó otra vez. Al otro lado del teléfono, el oficial que recogió la llamada estaba borracho. Petrov de nuevo volvió a decir que creía que era un fallo del sistema. Era una simple suposición; en el fondo, un deseo. Tan solo tres semanas antes, un piloto de caza soviético había tenido que tomar una decisión parecida: ante la sospecha de que un avión enemigo se dirigía a su espacio aéreo había optado por derribarlo. Resultó ser el vuelo de pasajeros KAL 007 de las líneas aéreas surcoreanas; 269 personas perdieron la vida por aquel error de juicio. Y esta vez podía ser mucho peor. Años después, Petrov describiría los siguientes tres minutos diciendo que había sido «como estar sentado en una sartén». Pero no pasó nada. Es fácil saber que una guerra nuclear no ha estallado. Basta con que el mundo siga. Efectivamente, el satélite había malinterpretado el reflejo del sol en las nubes sobre Dakota del Norte. Decía Thomas Schelling, el gran teórico de la estrategia de la guerra fría, que el hecho más importante del siglo XX era uno que no se había producido. Se refería a la guerra nuclear. Y no se produjo gracias a Stanislav Petrov. No se lo agradecieron demasiado. A sus superiores les irritó que hubiese puesto en evidencia los fallos del sistema. Recibió una reprimenda oficial, porque, con el nerviosismo, se había olvidado de detallar el incidente en el libro de registro. A los pocos meses el ejército le licenció, luego su mujer enfermó, y Petrov acabó viviendo pobremente en la Rusia de Yeltsin, sobreviviendo a base de las patatas que plantaba él mismo y las hierbas que recogía en el parque. Fue entonces cuando finalmente trascendió su historia. Recibió algún premio en Occidente, se le hizo algún pequeño homenaje. Cuando acudía a esos homenajes,

Petrov insistía en que él no había hecho nada. Y era estrictamente cierto: lo suyo había sido un caso de pasividad heroica, una valerosa dejación de funciones. Y eso creo que es lo hermoso de esta historia: que el mundo se haya salvado gracias a la desobediencia de un burócrata.