Xosé Luís Barreiro Rivas, querido compañero de página, nunca te deja indiferente: o asientes a sus argumentos -las más de las veces- o te restriegas los ojos, cegados por el resplandor de su pluma brillante, para intentar descubrir el truco del sofista. Ayer trazó una contundente e ilustrativa parábola para explicar el contencioso catalán. Varias familias -él dice dos, pero en realidad somos diecinueve- emprendimos un viaje a Palencia para contemplar el arte románico, fletamos un microbús con chófer y nos pusimos en camino. A la altura de Villalón de Campos, una familia decide apearse y abandonar el «espacio estratégico común», lo que significa una ruptura unilateral que causaría enormes perjuicios a todos los implicados. Magistral. Ni un solo pero -acaso yo hablaría de furgoneta, en vez de microbús, porque el Estado autonómico me parece perfectible a estas alturas- cabe oponer a la alegoría. A la desleal familia de la barretina y la estelada no se le puede permitir que, violando el Código de Circulación y todas las normas de seguridad vial, se arroje a la carretera en plena marcha. El problema estriba en que la metáfora se detiene en Villalón de Campos. ¿Y después, qué? Si la familia rebelde se empecina en apearse, ¿qué hacemos? ¿Los encadenamos al parachoques trasero y los llevamos a rastras, quieran o no quieran, para que cumplan el compromiso constitucional que contrajeron en su día? Es una posibilidad que seguramente baraja más de uno, puesto que el monopolio de la fuerza lo detenta el Estado, pero esa vía conduce indefectiblemente a un desenlace fatal. Desemboca en el final que precisamente se trata de evitar. No queda otra que negociar. A calzón quitado, sin apriorismos ni líneas rojas. La ley hay que cumplirla, cierto, pero las leyes cambian y pueden ser modificadas cuando existe un acuerdo mayoritario para hacerlo. El inmovilismo y la apelación al imperio de la ley pueden parar un referendo ilegal y restablecer el orden público, que no es poco, pero no sirven para frenar los procesos sociopolíticos. Tal vez, para reconducir el procés, se haga necesario cambiar de microbús, reemplazar al conductor y modificar la ruta. A las pruebas me remito. Cuando nuestra furgoneta emprendió la marcha, solo un tercio de la familia catalana viajaba a disgusto y el resto daba por bueno el Estatut que Guerra había pulido en el Congreso y Rajoy -¡y ERC!- combatía con recogida de firmas y recursos de inconstitucionalidad. Al llegar a Villalón, la mitad de los catalanes estaban cabreados y querían apearse. Prefiero no pensar cómo se encuentra la correlación de fuerzas en este momento: lo comprobaremos en las próximas elecciones autonómicas. Pero afirmaré que existe un punto crítico que, de ser rebasado, convertirá en imparable el procés y la secesión de Cataluña. Al Gobierno, y a los cuatro partidos mayoritarios, corresponde la responsabilidad -esta vez lo diré: histórica- de conducirnos a todos juntos a Palencia.