Fracaso de nuestro tiempo

Paul Morand 26 DE MAYO DE 1934

OPINIÓN

01 oct 2017 . Actualizado a las 03:47 h.

Cuando se vuelve definitivamente de una pequeña travesía histórica, se trae un leve lastre tradicional.

Primeras luces de anunciación claudicante; bodas con lo olvidado y legendario. Un museo de héroes, de capitanes y de santos, con sus bedeles somnolientos y sus salas desiertas.

Como no somos demasiado viejos todavía, solo en las fechas muy recientes podemos tener un valor de presencia y de participación. Son los paisajes que hemos conocido, recámaras de nuestro optimismo. Pero hay en la Historia paisajes ignorados, que ni siquiera nos dejan el consuelo de visitarlos alguna vez. Continentes maravillosos de un planeta inasequible.

Lo más difícil en la marcha atrás es sentirse a gusto después de haber desandado leguas de vida y de felicidad.

Si en las mujeres que hemos amado queremos remover la emoción de la primera cita, obtendremos un fracaso de vejez y de tiempo. Todas fueron más dulces, más apasionadas y hasta más fieles que la amada de hoy.

Puede sentirse la alegría de rescatar un pedazo de patria.

Yo he visto las luces de Francia muchos días en los exilios voluntarios, y siempre fueron más tristes los andenes reales que aquellos puertos de arribada forjados en la crisis de la decadencia.

Un hombre ilusionado con la tradición es un hombre sin pasiones y sin fantasía, pero tiernamente fiel a sí mismo. Hay quien ha viajado por todos los mares del mundo sin levantar los pies de un eterno metro cuadrado de tierra.

Nuestro tiempo rema con un vigor nuevo en el océano de siempre. Nadie se ha dado cuenta de esta contradicción. Bastaría con desprenderse de lo viejo.

¿Pero es posible la juventud si la juventud nace de un vientre viejo? Nuestros padres siempre son viejos para nosotros y nosotros viejos para nuestros hijos.

Mal problema del mundo, lleno de problemas. Solo uno, el de la vida y la muerte, le preocupa.

Llenar la tierra de kilómetros de ferrocarril es una falsa manera de salvarse.

En todos los pueblos el mismo miedo. En todos los hombres la misma ambición.

Vieja y empobrecida, Francia empieza hoy a retocarse en el tocador de la Historia y a saquear los tesoros de un oro que no admitirían en la Bolsa de Londres.

Los cheques de Stavisky, sin embargo, tuvieron una perfecta cotización. Es un lubrificante moderno para esa cosa que llaman la «máquina del Estado».

Pelear por un rey que no existe, por una libertad que no se desea... ¿Para donde tomo billete yo, ciudadano con una querida pobre, una oficina angustiosa y un nombre vulgar?

Hay radio, teléfono, aviones, cinematógrafo, automóviles... Vivimos un siglo prodigioso. Ah, pero existen -nos dan con el codo todos los días- gentes para quienes esto nada tiene que ver, para quienes la vida es hermética como hace mil años.

Inteligentes tribus de África, civilizados pueblos esquimales, soñadores poblados de Oceanía, sin Inglaterra ni Carlos Marx.

Hombres, pueblos, países... a dónde no llegará nunca nuestro tiempo, a cuyo comentario nadie conseguirá acercarse con aire de resucitados.

Y si hay algo que nos obligue a meditar un poco y a avergonzarnos de lo que somos, es ese hombre silencioso, terrible y dulce que ha divulgado su suplicio hasta en los fotogramas de los noticiarios: Gandhi.