El fin de los colosos

Manel Loureiro
Manel Loureiro PRODIGIOS COTIDIANOS

OPINIÓN

JOSE PARDO

14 ago 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Cualquiera que se asomase a la Ría de Ferrol el pasado miércoles podría haber visto un espectáculo singular. El Príncipe de Asturias, el que un día fue el buque insignia de la Armada, salía lentamente de los muelles de Navantia empujado por cuatro remolcadores, rumbo a su destino final en Turquía, donde será desguazado y convertido en ferralla, vigas, alambres y cualquier otro uso que se le puedan dar a sus miles de toneladas de acero. Con esta singladura termina una época de la Armada Española, presidida por un buque con una hoja de servicios impecable pese a sus notables fallos de diseño y que deja tras de sí un hueco que ahora tendrá que llenar su sucesor, el Juan Carlos I, que no es exactamente un portaaviones sino un extraño híbrido con varios fines, quizás más acorde con los tiempos actuales. Un simple vistazo a nuestro alrededor parece confirmar que la época de los grandes portaviones llega a su fin. 

Al caso de España se suma Francia, que tendrá en dique seco al Charles de Gaulle, su único buque portaeronaves, durante casi dos años y Gran Bretaña, que ahora mismo no tiene ni un solo portaviones en servicio. El resto de Europa, sacando el caso de Italia, ni se han planteado en décadas tener un buque de este estilo, por lo que ahora mismo, excepto el pequeño Cavour italiano, no hay un solo portaviones europeo operativo. En un mundo de enfrentamientos asimétricos, donde las guerras se libran en sitios lejanos, entre ejércitos desiguales y en condiciones muy diferentes a las de la Guerra Fría, los portaviones parecen haber dejado de tener su razón de ser. En occidente tan solo EEUU mantiene su enorme flota de una docena de colosos, aplicando una copia de la política de las cañoneras del imperio británico en el XIX. Ni que decir tiene que solo su poderío económico le permite afrontar la sangría que supone mantener a cada uno de estos costosos barcos con todas sus flotas de apoyo respectivas y que ni Rusia ni China pueden igualarlo. En la antigua Tailandia, cuando un rey quería castigar a un súbdito, le regalaba un elefante blanco, un raro paquidermo al que había que darle una alimentación especial y permitir a quien quisiera venerarlo libre acceso al animal, entre otras condiciones. Muchas veces, esto acababa por arruinar al agasajado y así la expresión «elefante blanco» se ha trasladado a muchas lenguas, entre ellas la nuestra, como sinónimo de algo que tiene un costo de manutención mayor que los beneficios que aporta. Y en eso precisamente parecen haberse convertido los que un día fueron los reyes de los mares. Quizás los tailandeses deberían haber reflexionado sobre esta historia cuando allá por los noventa compraron un gemelo del Príncipe de Asturias para su marina y al tiempo descubrieron que no lo podían mantener. Por eso hoy está amarrado, convertido en el yate real más grande del mundo. Mejor destino en todo caso que el de su hermano, que mientras leen estas líneas navega hacia Turquía rumbo a su Lepanto particular. Una pena.