¿Quién mató al comendador?

María Xosé Porteiro
María Xosé Porteiro HABITACIÓN PROPIA

OPINIÓN

09 ago 2017 . Actualizado a las 08:31 h.

La actitud de Juana Rivas, desaparecida de escena con sus dos hijos menores para no tener que entregarlos a su padre, Francesco Arcuri, ha encontrado la comprensión y la complicidad de muchísimas mujeres que hemos decidido colgar en los muros virtuales de las redes el anuncio de que está en nuestras casas, es decir, en nuestros corazones. También lo han hecho muchos hombres, que cada vez más se suman a la lucha contra las violencias machistas. Pero, todo unido, sigue siendo insuficiente para remover estructuras tan firmes y ancladas, auténticos cimientos de una sociedad patriarcal, discriminatoria y violenta. Todavía los barómetros del Centro de Investigaciones Sociológicas sitúan por debajo del 2 % el indicador de preocupación social por las muertes de mujeres, que cada año van sumando más víctimas que el terrorismo de cualquier otro apellido más sonoro y habitual que el machista.

Tal vez el caso de Juana somos todas esté marcando un cambio de tendencia. Y es verdad que en este caso no ha habido muerte, afortunadamente, a sabiendas de que Juana Rivas busca precisamente la protección física, psíquica y emocional de ella y de sus hijos, pero sobran escenas que dañan la memoria, como la barbarie del crimen de Moraña -padre, hijas, sierra mecánica y madre castigada con una brutalidad inimaginable- y casi mil mujeres asesinadas en una década.

Sin embargo, tal vez esa imagen de una madre que aleja a sus hijos de un padre violento y acaba resultando perseguida por la propia Justicia ante la que pidió amparo esté resultando más difícil de digerir, porque es el propio sistema judicial el que, aparentemente, castiga a la parte más débil, que se yergue como símbolo de todas las víctimas anteriores y futuras. Es posible que estemos asistiendo al inicio de un cambio de actitud y perspectiva social, que buena falta hace.

Recientemente, en el vigésimo aniversario del asesinato de Miguel Ángel Blanco, se recordaba la singularidad de su muerte a manos de ETA como el punto de giro dramático a partir del cual la movilización social respondió masivamente a la provocación terrorista. Hubo muertos antes y después, pero nadie duda de que Blanco marcó un punto de inflexión.

Juana Rivas -y su actitud de rebeldía- ha sido comprendida y apoyada desde el convencimiento de que cualquiera haría lo mismo en su lugar. Esta novedad en la reacción social representa bien lo que Marcela Lagarde explicaba como concepto de sororidad: la hermandad entre semejantes, en este caso mujeres, que sufren por serlo.

La indiferencia o la normalización de la violencia machista produce una muerte social que se tolera por el mero hecho de no combatirla. Si no estamos del lado de Juana, nos sentimos cómplices con un sistema en el que somos vulnerables y estamos mal protegidas. La respuesta a la pregunta de dónde están Juana y sus hijos resuena en nuestra conciencia, todas a una, como «¡en Fuenteovejuna, señor!».