Suicidarse

Fernanda Tabarés
Fernanda Tabarés OTRAS LETRAS

OPINIÓN

23 jul 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

El suicidio es uno de los pocos actos íntimos que se mantienen al margen del exhibicionismo postmillennial. Se registran los coitos, los besos, esa magdalena recién salida del horno, la manera exacta de extenderse el carmín, una tarde haciendo surf, la primera mejor amiga, unas lágrimas por nuestro perro, el ataúd a lo lejos de un pariente lejano y hasta la muerte en directo mientras conducías y te grababas con el móvil o mientras empuñabas un palo de selfie y, anormal, desapareciste precipicio abajo. Pero algo de nosotros se detiene cuando alguien se suicida y nos enteramos, porque ese quebranto del instinto de supervivencia sigue siendo el gran secreto a voces, una hecatombe a la que cada año sucumben en Galicia el doble de personas que víctimas mortales se cobra la carretera. Un suicidio nos interpela de una forma diferente, aunque pueda ser considerado como el acto de libertad más brutal, tan radical que la Iglesia lo ha condenado hasta el punto de exiliar sus cadáveres a las cunetas de los cementerios, un puñetazo en la moral de una época en la que solo ella decidía sobre las vidas y las muertes. Del suicida nos inquieta que podamos ser nosotros y por eso se mantiene un código tácito de silencio que los aleja de las noticias, literalmente, para evitar el contagio, como si constatar que alguien se arroja al vacío desactivase nuestros frenos y nos invitase a consumar nuestra propia desaparición.

La ciencia ficción ha jugado mucho con ese terror interior, una posible autodestrucción del ser humano por el camino evidente, nada de contaminar los ríos o recalentar el planeta; directamente arrojémonos en masa por la ventana y ya está.

Por eso devoramos los detalles del suicidio de estos días, su planificación, compartir el móvil de la mujer con los testigos del tránsito, escoger el lugar, lejos de casa, usar tu propia escopeta, un apagón que además es el chispazo de una época.