En su artículo del domingo 11 de febrero de 1934, Ramón Gómez reflexionaba sobre las alegorías del carnaval
12 feb 2017 . Actualizado a las 05:10 h.Domingo 11 de febrero de 1934
Lo que más une un tiempo con otro y el Madrid de hace cien años con el Madrid de ahora, son esas máscaras invariables, impenitentes, empedernidas, que aparecen con disfraces muy parecidos en el estadio de todos los tiempos.
Siempre hay máscaras nuevas. La noche las prepara, y sólo con que las imiten las máscaras ya está conseguido el éxito. Pero en la muchedumbre confusa del carnaval; en esa apiñada multitud que tan bien saben explotar los ladrones, se pierden las máscaras de actualidad, dominando el conjunto las máscaras del pasado, los moros, los estudiantes, las cantineras, los pierrots, las mujeres vestidas de hombre, los guerreros de la Edad Media, los trovadores, los magos, etcétera, etcétera.
Bajo la apariencia de que son las mismas máscaras, parecen los mismos hombres y las mismas mujeres del pasado, y la mitad humana que forman los muertos y los vivos se estrechan y se aglomeran mejor que nunca.
Las alegorías del Carnaval
En las alegorías del Carnaval que los dibujantes románticos trazaron con sus plumas soñadoras y leales se encuentra también este parecido de unos Carnavales con otros, esta identidad de la ciudad consigo misma a través de las épocas, ese día señalado.
En las alegorías del Carnaval, llenas de una profunda inspiración, como sólo se da en las alegorías de Navidad, hay también una especial melancolía recogiendo esa sutileza de la luz de esos días en que parece que va a nevar aunque no nieve.
En todas esas alegorías figura la calle con sus comparsas y al fondo sus coches de lujo con cochero y lacayo; figura el baile del Real, lleno de luz y de abrazos, con su máscara a medio seducir en el rincón íntimo del baile y, por fin, dando intimidad a todo esto, la escena privada en que, sentados muy juntos, beben sus cálices de licor las parejas ya hechas, la gente crúa que está dispuesta a destapar todas las botellas que sean necesarias, porque un día es un día.
De ese conjunto brota la emoción del engaño de la mascarada y el arrepentimiento de los seductores y las seducidas, que tramaron lo irreparable sin gran empeño, improvisándolo, precipitándolo en el más absurdo instante de aturdimiento.
El cielo con cara de payaso
Las alegres alegrías del Carnaval son muy tristonas y conmueve estarlas mirando un largo rato, pues tienen algo del espejo del pasado, que lo equipara demasiado al presente, y tienen como fondo toda la tristeza del invierno con sus árboles de finos apéndices, sus árboles de una flaca desnudez, que es en los días de Carnaval cuando llega a ser más quebradiza y más desalmada sobre el cielo de luz lívida, el cielo con cara de payaso, el cielo que más se parece al cielo del fin del mundo.