El jardín de San Carlos

Álvaro Cunqueiro LA FIRMA EN 1953

OPINIÓN

1953

04 dic 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

8 de marzo de 1953. El pintor Kaydeda y yo dimos toda la clara mañana de un domingo a un jardín romántico, el jardín de San Carlos. Don Ramón Otero Pedrayo, recordando a Shelley, convocaba para presidirlo la muerte y la poesía. Cipreses, mirto y rosas son la corona del héroe que allí yace: rosas, porque ya lo dijo Omar Jayam, nacen más rojas donde están los Césares enterrados. Pero de todo el jardín coruñés de San Carlos, yo amo más que nada las enrejadas ventanas, ventanas de convento de clarisas abiertas, de pronto, a la enorme y dudosa luz del día. Me gustaría una pintura en la que Lady Stanhope, como un gran manto negro que el viento arremolina -concretamente el viento de la oda al salvaje viento del Oeste, de Shelley- volase desde el mar hasta las altas ventanas, por ver el perfil helénico, fino y traslúcido como un verso de Keats, de Sir John Moore. Hay toda una generación de héroes británicos decimonónicos cuyo perfil es un verso de Keats: son los héroes que los dioses contemplan, libres, hermosos y serenos, pero patéticos en el agon como los caballos que galopan en el friso de los tesoros de Delfos. «Cumplieron la tarea mercenaria, cobraron la soldada y están muertos». Esto es lo que un poeta dijo de ellos, añadiendo: «Lo que Dios olvidara, lo defendieron, y lo salvaron todo por la paga». Hay batallas que tienen nombre de flor: Elviña es una de ellas, y en estas batallas me imagino al héroe deshojando, pensativo, el destino en el espectro de la rosa... Una rosa blanca, si queréis, marfil y sueño, como Lady Stanhope. Allá en la melodiosa Hama, al borde del desierto siríaco, viendo volar pichones en las terrazas o contemplando cómo gira, se desliza, regresa a la mano y se va para siempre una flor de jazmín en un laberinto de agua, Lady Stanhope añoraba únicamente de su vieja Inglaterra las hojas secas del otoño, arremolinadas en la solana de la manor natal. Una solana, quizás, con enrejadas ventanas como las del jardín de San Carlos, ventanas para las despedidas románticas, ventanas del amor deshabitadas. (Lytton Strachey estudió la nariz de los Pitt: lady Stanhope era una Pitt. Todavía su nariz no se ha lanzado al gran vuelo de los últimos Pitt, que adquirieron narices italianas, esas grandes narices de las sepulturas etruscas; todavía la nariz de lady Stanhope es una hermosa, fina nariz, que al respirar la bella aletea, flor de dos pálidos pétalos gemelos).

La mañana habita el jardín; lentamente se adentra en él, por puertas y ventanas, se enclaustra, y silenciosamente remansa. La luz es más fina que fuera del recinto, y una niña que juega la lleva como un pequeño sol, como un verso rubio, un dáctilo, en el cabello. ¿Quizás sea en las femeninas cabelleras donde duermen los finos hilos con que se tejen las claras mañanas? Un poeta, Pedro de Espinosa, le pregunta a Dios: «Señor, ¿quién te enseñó el perfil de la azucena?»... Asomado a la bahía y a la ciudad, quisiera preguntarte, Señor, quién te enseñó a derramar así, sin límites ni pausa, la luz de las mañanas... De los dones de Dios, decía Enrique Von Kleist, dos amo sobre todo: las mañanas de sol y los sueños. Unas para cabalgar, los otros para huir. «Huir» es el mote de Kleist. También de lady Stanhope. Cuentan los hermanos Tharaud que lady Stanhope había conocido en Antioquía a un joven iraní, de santa estirpe, que se ganaba la vida vendiendo a las gentes los sueños que estas deseaban. Lady Stanhope le compró sueños, entre ellos uno en el que ella, niña, corría por un prado persiguiendo una paloma, bajo la dulce lluvia de mayo. Pudo comprarle también, digo yo, un sueño con una mañana de sol en el jardín de San Carlos, y el dux británico en sus brazos y el amor... Pero no, ni un ciego iraní, engendrado a la vista de las estrellas, discípulo de la araña y el fuego, capaz de vestir el aire con sus sueños, y de vender las Mil y Una Noches a Harun-al-Raschid, podía venderle una mañana como esta, una luz tan dorada, tan calmo mar y tan alegres gaviotas. Una mañana que te obliga a quedarte quieto, junto a un ciprés de San Carlos, por temor de pisarla, de pisar estos hilos luminosos que Dios, como quien teje Camariñas o «point d’Aleçon», ordena sobre el mundo y sus estancias.