El comercio grande se come al chico

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

05 may 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

El Tribunal Superior de Xustiza de Galicia rechaza la pretensión de las grandes superficies de abrir discrecionalmente los 365 días del año. Y yo me alegro, como anteayer me entusiasmó que el todopoderoso Bayern de Angela Merkel doblegara la cerviz ante el humilde Atleti del Cholo Simeone, pero eso no me impide considerar provisional y pírrica la victoria del comercio minorista. Y contra natura. Los manuales de biología económica son concluyentes al respecto: por más que intentemos mantener a raya a los depredadores, finalmente el pez grande engulle al chico. Ley de vida. Pero mientras no se consuma el fatal destino, disfrutemos del éxito momentáneo, basado en la muralla defensiva que levantaron Godín, Oblak y los jueces gallegos ante el asedio de los colosos del fútbol y del comercio.

En la economía, al igual que en el deporte profesional, hay demasiados intereses contrapuestos. Muchos legítimos y algunos inconfesables. Y todos los que mueven los hilos, entre bastidores o detrás de la pantalla, están pendientes del cronómetro. De los minutos de prórroga o de los horarios comerciales, tanto monta. Los pequeños establecimientos, muchos de carácter familiar, no quieren ni pueden abrir los domingos, porque tal decisión obligaría a sus dueños a renunciar al descanso semanal o a contratar nuevo personal que los abocaría a la ruina. Los gigantes, por el contrario, exigen barra libre y minutos de descuento para devorar las tiendas que aún subsisten. Como en toda guerra, si las tesis de la liberalización horaria se imponen, habrá en la retaguardia vencedores y vencidos. Perderán los empleados del sector: aumentará su grado de precariedad. Ganarán tal vez los consumidores: accederán a los servicios comerciales a cualquier hora y cualquier día de la semana. Y perderán claramente los ciudadanos si el comercio tradicional, que nucleó y esculpió la fisonomía de nuestras ciudades, echa definitivamente la persiana. ¿Cómo conjugar todos esos intereses en liza?

A mí me gustaría suscribir el discurso que propugna la convivencia pacífica, e incluso la potenciación mutua, entre el comercio tradicional y las grandes superficies. Pero la tesis me resulta tan poco convincente como, en un plano distinto y distante, aquello del bilingüismo armónico. La posibilidad de que dos lenguas desiguales (encaramada la una en las cumbres del poder y de la comunicación, rebajada la otra a las catacumbas de la resistencia y del decadente mundo rural) puedan coexistir igualitariamente en una comunidad siempre me pareció una quimera. Y más aún si la lengua con minusvalía no goza de protección.

Mal que nos pese, el pez grande acaba por comerse al chico. Luis Bello, aquel regeneracionista que auscultó las escuelas de Galicia de hace casi un siglo, lo certifica en una de sus novelas cortas que acaban de ser reeditadas: «Y el caballero gentil abrió la boca; con lo cual, sin estremecerse en el agua ni una sola onda, se cumplió una vez más el destino del pez chico».