Aquel día en que Otegi se paseaba por la playa

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

20 abr 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

De los miles de personas que hay en España dignas de ser entrevistadas, Jordi Évole escogió este domingo a Arnaldo Otegi. Évole y su conciencia sabrán si todo vale para ganar la batalla de la audiencia, aunque somos muchos los que damos a esa inquietante pregunta una respuesta rotundamente negativa. De hecho, el visionado de la conversación resulta repugnante, por decirlo con el calificativo empleado por el portavoz socialista Antonio Hernando, que se separa así, por fortuna, de las tesis de su antiguo jefe de filas, Rodríguez Zapatero, quien alabó a Otegi por hacer «un discurso por la paz». Sí, sí, un discurso por la paz, ¡nada más ni nada menos!, el de quien ha salido recientemente de prisión, tras cumplir seis años y medio de condena, por tratar de reconstruir a la ilegalizada Batasuna siguiendo las órdenes de ETA.

Pues bien, ese supuesto hombre de paz, se negó en redondo a reprobar el terrorismo en la entrevista con Évole, echando mano del supuesto argumento de que «es absurdo condenar ahora a ETA, no contribuye en nada a la actual situación». Otegi, eso sí, afirmó, mostrando ese cinismo infinito que caracteriza a los canallas de la peor especie imaginable, que los terroristas que colocaron la bomba en Hipercor «no tenían intención de matar» y relató el «desgarro personal y político» que produjo en el mundo aberzale (es decir, el que llevaba años aplaudiendo asesinatos, secuestros y todo tipo de extorsiones) la muerte de «gente trabajadora y humilde haciendo la compra».

La cosa, pues, no ofrece dudas: la muerte de gente trabajadora y humilde producía en los miembros y amigos de ETA, Otegi entre ellos, un gran desgarro, pero no la de los oligarcas, merecedores, al parecer, del tiro en la nuca o el bombazo. Oligarcas entre los que estaban, por supuesto, los 203 miembros de la Guardia Civil, 146 de la Policía Nacional, 98 de las Fuerzas Armadas, 24 de la Policía Local o 13 de la Ertzaintza asesinados por ETA, así como los profesores, periodistas, políticos o personas que sencillamente pasaban por allí cuando estallaba el explosivo colocado por los patriotas de la goma dos y la pistola.

Sin embargo, pese a toda esa basura despreciable, el indigno espectáculo que decidió servirnos Jordi Évole culminó en el momento en que Otegi habló del día en que Miguel Ángel Blanco fue asesinado por ETA, tras mantenerlo secuestrado y fijar una cuenta atrás para su muerte. Cuando estaba a punto de concluir, millones de personas en España y muchas otras fuera del país contenían la respiración, solo pendientes del desenlace final de aquella crónica de un asesinato anunciado. ¿Y qué hacía entre tanto Otegi? Muy sencillo: se paseaba tan tranquilo por la playa de Zarauz, acompañado de su mujer y de sus hijos. En algún momento de ese paseo, la compañera de Miguel Ángel y, con ella, unidos en su dolor, los españoles recibíamos la noticia de que el joven concejal de Ermua había aparecido con las manos atadas a la espalda en un descampado de Lasarte con dos tiros en la cabeza. Entre tanto Otegi seguía, por supuesto, con su agradable paseo por la playa.