Apenas eran las 8.20 cuando de camino a Peinador la programación de la radio fue interrumpida por la noticia del atentado en el aeropuerto de Bruselas. Sin miedo, pero con una rabia mal contenida, tomé mi vuelo y viajé sin incidencias hacia Madrid. Triste casualidad que mi viaje tuviera como objetivo una gestión en una embajada de Oriente Próximo. Aguardé mi turno, y cuando entré en el despacho correspondiente, escuché un exabrupto en árabe. Uno de los funcionarios acababa de enterarse de los atentados en el aeropuerto y el metro de Bruselas, y la indignación e impotencia se generalizaron. Este funcionario lleva viviendo en España desde hace treinta años, habla perfectamente español, tiene una familia española y trabaja y cotiza como cualquier persona integrada. Sufre como propio el dolor que se ocasiona a cualquier ser humano, sea occidental u oriental, y repudia la barbarie del EI que tan cruelmente ha agredido y agrede a su país de origen. Indignado, me comentó que durante tres décadas se ha sentido como uno más de nosotros, pero que, a raíz de lo ocurrido en París, le preocupa que cuando alguien menciona su nombre lo miran con prevención, incluso aprensión.
Ese es uno de los macabros objetivos del EI al que no podemos sucumbir. Además de provocar dolor, destrucción y muerte invocando un Dios y una religión que interpretan a su antojo, además de intentar paralizarnos con el miedo, fomenta el rechazo traducido en reacciones tan reprobables como el ataque a la mezquita de la M-30 en Madrid. Y no podemos permitir que se salga con la suya ni en la violencia ni en la exclusión. Debemos estar todos unidos contra el terrorismo. Siempre.