A la deriva

Santiago Rey Fernández-Latorre

OPINIÓN

14 feb 2016 . Actualizado a las 09:46 h.

La crítica encrucijada en la que ha encallado España ha hecho levantar todas las señales de peligro. Enredados en un bucle sin solución, nunca como ahora hemos visto tan cerca el abismo de la parálisis, o, lo que es aún peor, el riesgo de enfrentamiento antagonista. De nuevo los representantes públicos han venido a darnos lecciones. Pero lecciones de la política que no merecemos, del interés soberbio y oportunista, del juego sucio que solo oculta el ánimo de destruir, del aprovechamiento más ilícito y corrupto.

Si otras veces he escrito que nuestro país está a mucha más altura que quienes pretenden gobernarnos, en estos largos días de indecisión ridícula se demuestra claramente que mientras la sociedad civil trabaja sin que nadie atienda sus problemas, los encargados de servirla prefieren soslayar sus obligaciones y se dedican a servirse. No solo no han entendido el ya antiguo mensaje de las urnas, sino que se empecinan en retorcerlo para sacar beneficio. No es España lo que está en su cabeza, sino el poder. Unos para no perderlo; otros para asaltarlo.

Esa es la peor conclusión que se puede extraer de su comportamiento. Agazapados detrás de frases grandilocuentes, cada cual juega sus bazas en busca de intereses más prosaicos, mientras la perplejidad hace mella en los españoles y el país pierde gran parte de su crédito en Europa y en el mundo democrático.

La primera pérdida de crédito no viene dada por la incapacidad de digerir los resultados electorales, casi dos meses después de que los españoles hablasen. Es todavía peor. Es la imagen de país descontrolado que nos crean las múltiples tramas de corrupción que a cada poco salen a la luz. Tal vergüenza, indigna de una sociedad civilizada, mancha nombres que se daban equivocadamente por honorables y deslegitima instituciones que se suponían respetadas.

Hemos visto cómo el nacionalismo catalán presumía en los balcones y en las televisiones de señorío, mientras por las cloacas corrían a diario ríos de comisiones ilícitas que iban a engordar cuentas particulares. Hemos visto cómo gobiernos autonómicos enteros se ponían al servicio de nombres reconocidos para sacar beneficios millonarios de cada acontecimiento que se organizaba. Hemos visto cómo partidos políticos que se declaran de orden dejaban crecer en su seno, fuera de todo control, aparatos mafiosos para saquear cuentas públicas y organizar sus tramas de blanqueo. Y por si fuera poco, ahora asistimos atónitos a maniobras incomprensibles para, en lugar de exigirles cuentas, proteger bajo el aforamiento a quienes tienen que explicarse.

Reparar el daño que ha causado la corrupción exige no solo contundencia y agilidad en la justicia, sino también toda la diligencia en cuantos deben responder para atajarla.

No es extraño, por tanto, el castigo en las urnas a quienes la toleran mientras aprietan a los ciudadanos alegando que lo impone el bien común. No es creíble que un día se diga que ya no se pasará ni una y horas después se levanten parapetos y se apele como toda argumentación a la presunción de inocencia. Quien quiera gobernarnos no solo debe tener las manos limpias, no solo la conciencia impoluta; también debe tener la voluntad determinante de acabar con las mafias que convierten los cargos públicos en un festín.

Pero esa abominación que produce el mal uso del poder no se circunscribe solo a la corrupción. También se hacen acreedores del rechazo los que quieren tomarlo a toda costa y al precio que sea para satisfacer sus ambiciones personales. O, lo que es más grave, para someter a los ciudadanos y a sus propios votantes a un régimen tiránico en el que la democracia solo es el envoltorio.

Ejemplos de ambas cosas se perciben en las esperpénticas apariciones de cuantos dicen desear un gobierno del cambio y no poseen ni los votos necesarios ni la voluntad imprescindible de pactar. Sí la tienen de imponer y someter al supuesto aliado, como se ha visto cuando, en lugar de ofrecer ideas, con total desfachatez exigen cargos y carteras con sus ministros ya elegidos.

El gobierno de España, con cuarenta y siete millones de ciudadanos que cumplen sus deberes y aman sus derechos y libertades, no puede despacharse como una almoneda. Ni dividirse ­-como ocurrió en Galicia con el bipartito- en facciones irreconciliables que dedican las horas de trabajo a la guerra ideológica.

Es ahí donde germina el grave riesgo de confrontación. Un país que desde 1978 debe tanto al pacto y al compromiso, llevado al frentismo y a la imposición. Y también a la parálisis, como se advierte en no pocos gobiernos locales donde sobran mesianismos y faltan proyectos, faltan ideas, falta resolución.

Salvo en las ansias de poder, que se estrellan contra la terca realidad de la aritmética que han traído las urnas, la clase política es hoy incapaz de mostrar coincidencia alguna. Las líneas rojas, las inflexibilidades, la carencia de altura de miras han colocado al país ante un callejón sin salida que, a tenor de las encuestas, es posible que ni siquiera con unas hipotéticas elecciones, de haberlas, pueda superarse.

Ellos, los políticos, son los culpables; no los ciudadanos. Y cada cual debe asumir su parte de responsabilidad en esta deriva.

Los que ahora gobiernan en funciones, aceptar el reproche que les han hecho una buena parte de sus votantes, atajar la inaudita corrupción en su partido y aprender la cultura del pacto, que han despreciado mientras disfrutaron de la mayoría absoluta.

El partido cuyo candidato ha recibido el encargo de intentar formar gobierno debería volver a ser uno, superar las guerras intestinas, decidir entre centralidad y extremismo, y no fiarlo todo al discurso de buenas intenciones y a la agradable imagen ante las cámaras. Aunque no siempre es tan elegante, como se pudo ver en el debate a dos, cuando se cruzó sin ningún respeto ni decencia la línea roja del insulto. Hará bien quien tiene tanta ansia de poder en escuchar con atención las voces internas de cuantos desde la experiencia le recuerdan que el poder no se consigue a cualquier precio, y mucho menos vendiendo de rebajas los principios democráticos.

También quienes dicen traer aire nuevo y llenan sus discursos inflando palabras como regeneración, unidad y pacto deben abandonar los vetos, los intereses personales, la ambigüedad y el individualismo.

Y aquellos que aseguran que el cielo se toma al asalto, poner los pies en la tierra, que es donde vive la civilización, y entender que a este país le ha ido siempre bien con la paz y la convivencia y ha sufrido los mayores desastres con la confrontación.

También los electores debemos reflexionar. Porque el voto de castigo, seguramente justo y merecido, que han sufrido los partidos que no supieron abanderar las demandas sociales puede traer algo mucho peor: el advenimiento de fuerzas políticas que esconden ante las cámaras sus ideas antidemocráticas, pero llevan en su ideario la destrucción de muchos principios sobre los que se forjó nuestro mayor logro, el pacto de convivencia entre todos los españoles. El peligro de que un país democrático, pacífico e ilusionado con empezar a superar la crisis se hunda en ella ­-con todo lo que eso acarrea- es ya inminente.

Basta ver el estado calamitoso de los principales sectores productivos de nuestra realidad más cercana para comprender que cualquier pérdida de tiempo es irrecuperable. Prácticamente todo lo que en la economía gallega fue alguna vez relevante ha desaparecido, ha sido vendido o está sufriendo los estertores de la agonía, sin que los poderes públicos sean capaces de detener el declive. No es un problema menor. Pero si a este grave desajuste se une la mayor inestabilidad política que hayamos vivido en casi cuarenta años, el futuro no puede ser más preocupante.

Por eso es hora de exigir otra política. Y, quizá, otra generación de políticos.