Las infraestructuras como objeto de debate

Fernando González Laxe
Fernando González Laxe FIRMA INVITADA

OPINIÓN

04 ene 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Nadie duda que las infraestructuras son una condición necesaria para el desarrollo económico. Pero a esta afirmación hay que añadir que no son una condición suficiente. Los estudios más recientes prueban que, a pesar de que la productividad de una economía aumenta con la inversión en dicho stock de capital público, sus impactos sobre la sociedad generan un efecto menor a los obtenidos hace años. Esta disminución se debe, fundamentalmente, a la ley de los rendimientos decrecientes, por la cual una inversión adicional sobre lo ya hecho posee un impacto cada vez de menor cuantía. Sin embargo, aún existen opiniones favorables, cada vez más minoritarias, las denominadas académicamente «los elefantes blancos», que propugnan todo tipo de bondades para cualquier inversión en infraestructuras, presuponiendo que todavía continúan siendo atractivas y que conforman una decisión fetiche para la economía. Bajo estas últimas hipótesis, se han llevado a cabo numerosas inversiones que, evidentemente, no siempre han sido acertadas, ni en su totalidad fueron generadoras de efectos positivos.

Las nuevas investigaciones económicas están desmontando varios mitos. En primer lugar, se aprecia una falta de coherencia en lo que atañe a las políticas de infraestructuras y las de transportes. Es decir, se apuesta por las primeras y nos olvidamos de las segundas, al estar obsesionados únicamente por la construcción de una obra nueva frente al mantenimiento de la obra ya construida. O, lo que es lo mismo, se aprueban sin considerar el coste que ello supone. La segunda consideración hace referencia al propio contenido económico. Así, hasta el momento se ha dedicado muy poca atención a analizar los incentivos potenciales sobre los comportamientos de los agentes económicos; y mucho menos interés a la llamada cultura de la evaluación de las inversiones. O sea, raro es que se lleve a cabo un análisis coste/beneficio, y ni tan siquiera se miden los costes sociales de los proyectos. Únicamente se basan en la falacia de los estudios de los impactos económicos, considerados ya obsoletos y sin relevancia alguna, por su falta de realismo y consistencia.

En base a estos dos criterios, el de la inconsistencia y el de la falta de evaluación, la planificación de las infraestructuras no siempre puede ser considerada como una apuesta integradora. La experiencia reciente nos muestra inversiones muy desagregadas y desconectadas unas de otras. Dicho de otro modo, compartimos, de una parte, esquemas de inversiones atendiendo a los modos de transporte (aeropuertos, ferrocarriles, carreteras, puertos), abandonando cualquier intento de corregir dichos desajustes y destinos; y, de otra parte, no hemos apostado por la intermodalidad o por la integración en grandes cadenas de suministros globales.

Ante estas cuestiones, convendría preguntarse el porqué de dichas actitudes. La literatura científica se abona a tres hipótesis, no excluyentes entre sí. La primera hace mención a que los Gobiernos tratan de maximizar sus posibilidades de reelección en las urnas con anuncios de infraestructuras. La segunda hace referencia a los grupos de interés que compiten por poder orientar las políticas gubernamentales en su propio beneficio. Y la tercera hipótesis apostilla que la ausencia de conceptos económicos en las políticas de infraestructuras y de transportes ha permitido el dominio de la ingeniería y del derecho en el campo de las decisiones, tal y como apunta en el último documento de FEDEA, el catedrático G. de Rus, sobre el rol de las infraestructuras en España.

De esta forma, los datos están trufados de análisis tan complejos como confusos. Se menciona la necesidad de la intervención estatal para corregir los fallos del mercado y poder potenciar la cohesión territorial a fin de que determinadas áreas periféricas de España puedan integrarse de manera efectiva. Asimismo, se insiste en la dinámica liberalizadora de los modos de transportes y en la colaboración pública/privada que conlleva la puesta de marcha de un nuevo partenariado; y en la ampliación de los plazos concesionales o, en su grado último, la privatización de las propias infraestructuras y servicios asociados.

Lo cierto es que a día de hoy nos encontramos con inversiones públicas que no resisten ningún análisis coste/beneficio; asistimos a decisiones en materia de infraestructuras que suponen una sangría permanente de dinero público; y damos cuenta de unas terceras opiniones basadas en la opacidad de las cuentas de resultados y de la propia carencia de rendición de cuentas, llegando a circunstancias tan llamativas como la necesidad de promover el rescate de las mencionadas infraestructuras por los poderes públicos.

En muy pocas ocasiones nos ocupamos de la planificación (como responsabilidad pública) consistente en evitar tanto inversiones duplicadas o de apuestas por segmentos de transportes no rentables. De la misma forma, no es frecuente definir y delimitar correctamente la actuación del sector privado en la financiación de las infraestructuras, puesto que esta, en ocasiones, no responde a la maximización del bienestar social, ya que se le ha permitido a ciertos agentes ampararse en el coste económico o en el endeudamiento para evitar cumplir sus compromisos.

La realidad es, pues, muy tozuda. En Galicia se advierten ciertos excesos de capacidad, una evidente carencia de complementariedad, una descapitalización del stock de infraestructuras y una desatención a ciertas necesidades reales. Es decir, hemos conformado una amplia red de infraestructuras pero sin interconectarlas con una demanda hoy por hoy débil; sin correspondencia con una parte relevante del aparato económico y sin apenas complementariedad entre los distintos y diferentes modos de transporte, accesibilidad y conectividad. En suma, buenas enseñanzas para el presente.