Tras el bloqueo parlamentario cosechado el 20D, se quiere instalar en la opinión pública el peligroso mantra de que unas nuevas elecciones serían un fracaso democrático inasumible. Y para ello se da por sentado que el pueblo español ya se pronunció con toda rotundidad contra Rajoy y el PP. Pero yo discrepo de ese diagnóstico y de todo lo que en él se esconde, para defender que el único camino racional que hemos dejado abierto nos conduce a otras elecciones.
Lejos de ser una anomalía inexplicable, los resultados del 20D constituyen la consecuencia más lógica del discurso político que se había instalado en España desde el 2012, cuya esencia puede resumirse en que, no habiendo consenso sobre la existencia y la etiología de la crisis, solo cabe concluir que todos nuestros problemas nacieron de las medidas tomadas por el Gobierno contra la crisis, y que dichas medidas -recortes y cambio del marco laboral- eran ilegítimas, porque, en vez de ser adoptadas por la calle, la oposición y las minorías emergentes, habían sido tomadas por una mayoría democrática que, por ser tan amplia, era autoritaria. Es decir, que la crisis no existió, aunque sí sus consecuencias, y que por eso era necesario bloquear a este Gobierno de malvados liberales que nos robaron el paraíso.
Claro que, si la idea de gobernar por el espejo retrovisor, mirando a Zapatero, no encontró adeptos, tampoco pudo cuajar una revolución de tintes populistas e inspiración bolivariana que, aunque ahora no figura en las agendas, logró asustar a esta feliz nación que habitamos. Por eso son tan racionales los resultados cosechados: porque no queremos al PP, ni al PSOE, ni a Podemos, y solo estaríamos dispuestos a tolerar una algarabía continuista que, aunque apenas tiene votos, promete gobernar al estilo de Adolfo Suárez. Y en tal circunstancia, salvo que nos aferremos al clavo ardiendo que reparte la victoria en parcelas ridículas e ineficientes, es obvio que cualquier investidura que se pacte no será más que el grito de impotencia que precede al desbarajuste general, cuyos efectos serán más demoledores que unas nuevas elecciones.
A la pregunta que le hicimos al pueblo -«¿Quién quieres que gobierne?»-, nos hemos contestado que no lo sabemos; o que nos da igual; o «a ti que che importa»; o «¿por qué me lo preguntas?». Y por eso no queda más remedio que -después de una breve reflexión sobre las consecuencias de esta etapa política infantil y desnortada- repetir la faena. Así que, a pesar de conocer todas las dificultades que van implícitas en mi posición, abogo por nuevas elecciones. Porque no tiene sentido fundamentar el futuro del país sobre este exabrupto amasado en una indignación mal digerida. Y porque la democracia también consiste en decir que el pueblo no sabe lo que quiere cuando es evidente que no sabe lo que quiere.