Cuando una democracia no es vivida con intensidad e inteligencia, corre el peligro de convertirse en un nido de dogmas. Y los dogmas no son más que afirmaciones indiscutibles -la verdad es otra cosa- que, por ser inconsistentes, tienen que ser artificialmente protegidas. En España estamos encaminados hacia una democracia de dogmas -«hay que reformar la Constitución», «la transición fue un fracaso», «España solo es un Estado opresor de identidades nacionales primarias», «el bipartidismo abona y hace endémica la corrupción del sistema»- que ya aburren a todo bicho viviente. Aunque si tuviésemos que elegir el dogma más fetén de nuestros días, ganaría por goleada la omnipresente idea de que «hay que debatir».
La triste realidad es que el mayor debate que hay es el debate mismo, ya que aún no tenemos claro qué y cómo hay que debatir, quiénes tienen que debatir, si tienen que convivir los debates a dos con los debates a múltiples bandas, si deben ser discusiones pautadas o a caño libre, si hay que hacerlos en medios de comunicación públicos o privados y si tienen que ser paritarios o quedarse en puros resabios de una dialéctica machista. En lo único que hay acuerdo -gracias a la cultura del toreo- es en que todo debate debe tener tres tercios -política, economía y servicios públicos-, que en absoluto deben celebrarse debates en los que cualquier participante pueda poner sobre la mesa un asunto inesperado y que el debate democrático solo existe si es estereotipado y lo hacen los políticos profesionalizados, porque nadie considera un valor democrático el eterno debate sobre la vida que hacemos a diario los ciudadanos y los medios de comunicación.
Gracias a esta sacralización y teatralización del pugilato electoral, el debate sobre los debates solo están sirviendo para estigmatizar al candidato que no asiste a todos los saraos, para que Rivera e Iglesias exhiban su imagen de insulsa juventud, y para añadir banalidad a una agenda electoral que, alejada del dramatismo social de los años pasados, nos invita a pensar una de dos: que estamos en una campaña autista que ha olvidado la decrépita España de los recortes y la devaluación salarial o que estamos hastiados del discurso que, aprovechando algunos datos objetivos de la crisis, solo sirvió para dar vida artificial a un valle de lágrimas que estaba destinado a ser el panteón de Rajoy.
Los debates televisados a cargo de actores especializados llamados candidatos no son la democracia, sino un espectáculo -no siempre bueno y necesario- de las campañas electorales. La cultura democrática, hecha de opiniones largamente construidas y maduradas, es otra cosa. Y eso depende mucho más de los ciudadanos y de los medios de comunicación que de los profesionales del poder. Aunque también nosotros -ciudadanos y medios- estamos echados a perder.